I Bastara1 decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mato1 a Mari1a Iribarne; supongo que el proceso esta1 en el recuerdo de todos y que no se necesitan mayores explicaciones sobre mi persona. Aunque ni el diablo sabe que1 es lo que ha de recordar la gente, ni por que1. En realidad, siempre he pensado que no hay memoria colectiva, lo que quiza1 sea una forma de defensa de la especie humana. La frase <> no indica que antes sucedieran menos cosas malas, sino que -felizmente- la gente las echa en el olvido. Desde luego, semejante frase no tiene validez universal; yo, por ejemplo, me caracterizo por recordar preferentemente los hechos malos y, asi1, casi podri1a decir que <>, si no fuera porque el presente me parece tan horrible como el pasado; recuerdo tantas calamidades, tantos rostros ci1nicos y crueles, tantas malas acciones, que la memoria es para mi1 como la temerosa luz que alumbra un so1rdido museo de la vergu4enza. !Cua1ntas veces he quedado aplastado durante horas, en un rinco1n oscuro del taller, despue1s de leer una noticia en la seccio1n policial! Pero la verdad es que no siempre lo ma1s vergonzoso de la raza humana aparece alli1; hasta cierto punto, los criminales son gente ma1s limpia, ma1s inofensiva; esta afirmacio1n no la hago porque yo mismo haya matado a un ser humano: es una honesta y profunda conviccio1n. ?Un individuo es pernicioso? Pues se lo liquida y se acabo1. Eso es lo que yo llamo una {buena accio1n}. Piensen cua1nto peor es para la sociedad que ese individuo siga destilando su veneno y que en vez de eliminarlo se quiera contrarrestar su accio1n recurriendo a ano1nimos, maledicencia y otras bajezas semejantes. En lo que a mi1 se refiere, debo confesar que ahora lamento no haber aprovechado mejor el tiempo de mi libertad, liquidando a seis o siete tipos que conozco. Que el mundo es horrible, es una verdad que no necesita demostracio1n. Bastari1a un hecho para probarlo, en todo caso: en un campo de concentracio1n un ex pianista se quejo1 de hambre y entonces lo obligaron a comerse una rata, {pero viva}. No es de eso, sin embargo, de lo que quiero hablar ahora; ya dire1 ma1s adelante, si hay ocasio1n, algo ma1s sobre este asunto de la rata. II Como deci1a, me llamo Juan Pablo Castel. Podra1n preguntarse que1 me mueve a escribir la historia de mi crimen (no se1 si ya dije que voy a relatar mi crimen) y, sobre todo, a buscar un editor. Conozco bastante bien el alma humana para prever que pensara1n en la vanidad. Piensen lo que quieran: me importa un bledo; hace rato que me importan un bledo la opinio1n y la justicia de los hombres. Supongan, pues, que publico esta historia por vanidad. Al fin de cuentas estoy hecho de carne, huesos, pelo y un8as como cualquier otro hombre y me pareceri1a muy injusto que exigiesen de mi1, precisamente de mi1, cualidades especiales; uno se cree a veces un superhombre, hasta que advierte que tambie1n es mezquino, sucio y pe1rfido. De la vanidad no digo nada: creo que nadie esta1 desprovisto de este notable motor del Progreso Humano. Me hacen rei1r esos sen8ores que salen con la modestia de Einstein o gente por el estilo; respuesta: {es fa1cil ser modesto cuando se es ce1lebre}; quiero decir {parecer modesto}. Aun cuando se imagina que no existe en absoluto, se la descubre de pronto en su forma ma1s sutil: la vanidad de la modestia. !Cua1ntas veces tropezamos con esa clase de individuos! Hasta un hombre, real o simbo1lico, como Cristo, pronuncio1 palabras sugeridas por la vanidad o al menos por la soberbia. ?Que1 decir de Leo1n Bloy, que se defendi1a de la acusacio1n de soberbia argumentando que se habi1a pasado la vida sirviendo a individuos que no le llegaban a las rodillas? La vanidad se encuentra en los lugares ma2s inesperados: al lado de la bondad, de la abnegacio1n, de la generosidad. Cuando yo era chico y me desesperaba ante la idea de que mi madre debi1a morirse un di1a (con los an8os se llega a saber que la muerte no so1lo es soportable, sino hasta reconfortante), no imaginaba que mi madre pudiese tener defectos. Ahora que no existe, debo decir que fue tan buena como puede llegar a serlo un ser humano. Pero recuerdo, en sus u1ltimos an8os, cuando yo era un hombre, co1mo al comienzo me doli1a descubrir debajo de sus mejores acciones un sutili1simo ingrediente de vanidad o de orgullo. Algo mucho ma1s demostrativo me sucedio1 a mi1 mismo cuando la operaron de ca1ncer. Para llegar a tiempo tuve que viajar dos di1as enteros sin dormir. Cuando llegue1 al lado de su cama, su rostro de cada1ver logro1 sonrei1rme levemente, con ternura, y murmuro1 unas palabras para compadecerme (!ella se compadeci1a de mi cansancio!). Y yo senti1 dentro de mi1, oscuramente, el vanidoso orgullo de haber acudido tan pronto. Confieso este secreto para que vean hasta que1 punto no me creo mejor que los dema1s. Sin embargo, no relato esta historia por vanidad. Quiza1 estari1a dispuesto a aceptar que hay algo de orgullo o de soberbia. Pero ?por que1 esa mani1a de querer encontrar explicacio1n a todos los actos de la vida? Cuando comence1 este relato, estaba firmemente decidido a no dar explicaciones de ninguna especie. Teni1a ganas de contar la historia de mi crimen, y se acabo1: al que no le gustara, que no la leyese. Aunque no lo creo, porque precisamente esa gente que siempre anda detra1s de las explicaciones es la ma1s curiosa y pienso que ninguno de ellos se perdera1 la oportunidad de leer la historia de un crimen hasta el final. Podri1a reservarme los motivos que me movieron a escribir estas pa1ginas de confesio1n; pero como no tengo intere1s en pasar por exce1ntrico, dire1 la verdad, que de todos modos es bastante simple: pense1 que podri1an ser lei1das por mucha gente, ya que ahora soy ce1lebre; y aunque no me hago muchas ilusiones acerca de la humanidad en general y de los lectores de estas pa1ginas en particular, me anima la de1bil esperanza de que alguna persona llegue a entenderme. AUNQUE SEA UNA SOLA PERSONA. <> Este es el ge1nero de preguntas que considero inu1tiles. Y, no obstante, hay que preverlas, porque la gente hace constantemente preguntas inu1tiles, preguntas que el ana1lisis ma1s superficial revela innecesarias. Puedo hablar hasta el cansancio y a gritos delante de una asamblea de cien mil rusos: nadie me entenderi1a. ?Se dan cuenta de lo que quiero decir? Existio1 una persona que podri1a entenderme. {Pero fue, precisamente, la persona que mate1}. III Todos saben que mate1 a Mari1a Iribarne Hunter. Pero nadie sabe co1mo la conoci1, que1 relaciones hubo exactamente entre nosotros y co1mo fui hacie1ndome a la idea de matarla. Tratare1 de relatar todo imparcialmente porque, aunque sufri1 mucho por su culpa, no tengo la necia pretensio1n de ser perfecto. En el Salo1n de Primavera de 1946 presente1 un cuadro llamado {Maternidad}. Era por el estilo de muchos otros anteriores: como dicen los cri1ticos en su insoportable dialecto, era so1lido, estaba bien arquitecturado. Teni1a, en fin, los atributos que esos charlatanes encontraban siempre en mis telas, incluyendo <>. Pero arriba, a la izquierda, a trave1s de una ventanita, se vei1a una escena pequen8a y remota: una playa solitaria y una mujer que miraba el mar. Era una mujer que miraba como esperando algo, quiza1 algu1n llamado apagado y distante. La escena sugeri1a, en mi opinio1n, una soledad ansiosa y absoluta. Nadie se fijo1 en esta escena: pasaban la mirada por encima, como por algo secundario, probablemente decorativo. Con excepcio1n de una sola persona, nadie parecio1 comprender que esa escena constitui1a algo esencial. Una muchacha desconocida estuvo mucho tiempo delante de mi cuadro sin dar importancia, en apariencia, a la gran mujer en primer plano, la mujer que miraba jugar al nin8o. En cambio, miro1 fijamente la escena de la ventana y mientras lo haci1a tuve la seguridad de que estaba aislada del mundo entero: no vio ni oyo1 a la gente que pasaba o se deteni1a frente a mi tela. La observe1 todo el tiempo con ansiedad. Despue1s desaparecio1 en la multitud, mientras yo vacilaba entre un miedo invencible y un angustioso deseo de llamarla. ?Miedo de que1? Quiza1, algo asi1 como miedo de jugar todo el dinero de que se dispone en la vida a un solo nu1mero. Sin embargo, cuando desaparecio1, me senti1 irritado, infeliz, pensando que podri1a no verla ma1s, perdida entre los millones de habitantes ano1nimos de Buenos Aires. Esa noche volvi1 a casa nervioso, descontento, triste. Hasta que se clausuro1 el salo1n, fui todos los di1as y me colocaba suficientemente cerca para reconocer a las personas que se deteni1an frente a mi cuadro. Pero no volvio1 a aparecer. Durante los meses que siguieron, so1lo pense1 en ella, en la posibilidad de volver a verla. Y, en cierto modo, so1lo pinte1 para ella. Fue como si la pequen8a escena de la ventana empezara a crecer y a invadir toda la tela y toda mi obra. IV Una tarde, por fin, la vi por la calle. Caminaba por la otra vereda, en forma resuelta, como quien tiene que llegar a un lugar definido a una hora definida. La reconoci1 inmediatamente; podri1a haberla reconocido en medio de una multitud. Senti1 una indescriptible emocio1n. Pense1 tanto en ella, durante esos meses, imagine1 tantas cosas, que al verla no supe que1 hacer. La verdad es que muchas veces habi1a pensado y planeado minuciosamente mi actitud en caso de encontrarla. Creo haber dicho que soy muy ti1mido; por eso habi1a pensado y repensado un probable encuentro y la forma de aprovecharlo. La dificultad mayor con que siempre tropezaba en esos encuentros imaginarios era la forma de entrar en conversacio1n. Conozco muchos hombres que no tienen dificultad en establecer conversacio1n con una mujer desconocida. Confieso que en un tiempo les tuve mucha envidia, pues, aunque nunca fui mujeriego, o precisamente por no haberlo sido, en dos o tres oportunidades lamente1 no poder comunicarme con una mujer, en esos pocos casos en que parece imposible resignarse a la idea de que sera1 para siempre ajena a nuestra vida. Desgraciadamente, estuve condenado a permanecer ajeno a la vida de cualquier mujer. En esos encuentros imaginarios habi1a analizado diferentes posibilidades. Conozco mi naturaleza y se1 que las situaciones imprevistas y repentinas me hacen perder todo sentido, a fuerza de atolondramiento y de timidez. Habi1a preparado, pues, algunas variantes que eran lo1gicas o por lo menos posibles. (No es lo1gico que un amigo i1ntimo le mande a uno un ano1nimo insultante, pero todos sabemos que es posible.) La muchacha, por lo visto, soli1a ir a salones de pintura. En caso de encontrarla en uno, me pondri1a a su lado y no resultari1a demasiado complicado entrar en conversacio1n a propo1sito de algunos de los cuadros expuestos. Despues de examinar esta posibilidad, la abandone1. {Yo nunca iba a salones de pintura.} Puede parecer muy extran8a esta actitud en un pintor, pero en realidad tiene explicacio1n y tengo la certeza de que si me decidiese a darla todo el mundo me dari1a la razo1n. Bueno, quiza1 exagero al decir <>. No, {seguramente exagero}. La experiencia me ha demostrado que lo que a mi1 me parece claro y evidente casi nunca lo es para el resto de mis semejantes. Estoy tan quemado que ahora vacilo mil veces antes de ponerme a justificar o a explicar una actitud mi1a y, casi siempre, termino por encerrarme en mi1 mismo y no abrir la boca. E1sa ha sido justamente la causa de que no me haya decidido hasta hoy a hacer el relato de mi crimen. Tampoco se1, en este momento, si valdra1 la pena que explique en detalle este rasgo mi1o referente a los salones, pero temo que, si no lo explico, crean que es una mera mani1a, cuando en verdad obedece a razones muy profundas. Realmente, en este caso hay ma1s de una razo1n. Dire1 antes que nada, que detesto los grupos, las sectas, las cofradi1as, los gremios y, en general, esos conjuntos de bichos que se reu1nen por razones de profesio1n, de gusto o de mani1a semejante. Esos conglomerados tienen una cantidad de atributos grotescos: la repeticio1n del tipo, la jerga, la vanidad de creerse superiores al resto. Observo que se esta1 complicando el problema, pero no veo la manera de simplificarlo. Por otra parte, el que quiera dejar de leer esta narracio1n en este punto no tiene ma1s que hacerlo; de una vez por todas le hago saber que cuenta con mi permiso ma1s absoluto. ?Que1 quiero decir con eso de <>? Habra1n observado que1 desagradable es encontrarse con alguien que a cada instante guin8a un ojo o tuerce la boca. Pero, ?imaginan a todos esos individuos reunidos en un club? No hay necesidad de llegar a esos extremos, sin embargo: basta observar las familias numerosas, donde se repiten ciertos rasgos, ciertos gestos, ciertas entonaciones de voz. Me ha sucedido estar enamorado de una mujer (ano1nimamente, claro) y huir espantado ante la posibilidad de conocer a las hermanas. Me habi1a pasado ya algo horrendo en otra oportunidad: encontre1 rasgos muy interesantes en una mujer, pero al conocer a una hermana quede1 deprimido y avergonzado por mucho tiempo: los mismos rasgos que en aque1lla me habi1an parecido admirables apareci1an acentuados y deformados en la hermana, un poco caricaturizados. Y esa especie de visio1n deformada de la primera mujer en su hermana me produjo, adema1s de esa sensacio1n, un sentimiento de vergu4enza, como si en parte yo fuera culpable de la luz levemente ridi1cula que la hermana echaba sobre la mujer que tanto habi1a admirado. Quiza1 cosas asi1 me pasen por ser pintor, porque he notado que la gente no da importancia a estas deformaciones de familia. Debo agregar que algo parecido me sucede con esos pintores que imitan a un gran maestro, como por ejemplo esos malhadados infelices que pintan a la manera de Picasso. Despue1s esta1 el asunto de la jerga, otra de las caracteri1sticas que menos soporto. Basta examinar cualquiera de los ejemplos: el psicoana1lisis, el comunismo, el fascismo, el periodismo. No tengo preferencias; todos me son repugnantes. Tomo el ejemplo que se me ocurre en este momento: el psicoana1lisis. El doctor Prato tiene mucho talento y lo crei1a un verdadero amigo, hasta tal punto que sufri1 un terrible desengan8o cuando todos empezaron a perseguirme y e1l se unio1 a esa gentuza; pero dejemos esto. Un di1a, apenas llegue1 al consultorio, Prato me dijo que debi1a salir y me invito1 a ir con e1l: -?A do1nde? -le pregunte1. -A un co1ctel de la Sociedad -respondio1. -?De que1 Sociedad? -pregunte1 con oculta ironi1a, pues me revienta esa forma de emplear el arti1culo determinado que tienen todos ellos: {la} Sociedad, por la Sociedad Psicoanali1tica; {el} Partido, por el Partido Comunista; {la} Se1ptima, por la Se1ptima Sinfoni1a de Beethoven. Me miro1 extran8ado, pero yo sostuve su mirada con ingenuidad. -La Sociedad Psicoanali1tica, hombre -respondio1 mira1ndome con esos ojos penetrantes que los freudianos creen obligatorios en su profesio1n, y como si tambie1n se preguntara: <>. Recorde1 haber lei1do algo sobre una reunio1n o congreso presidido por un doctor Bernard o Bertrand. Con la conviccio1n de que no podi1a ser eso, le pregunte1 si era eso. Me miro1 con una sonrisa despectiva. -Son unos charlatanes -comento1-. La u1nica sociedad psicoanali1tica reconocida internacionalmente es la nuestra. Volvio1 a entrar en su escritorio, busco en un cajo1n y finalmente me mostro1 una carta en ingle1s. La mire1 por cortesi1a. -No se1 ingle1s -explique1. -Es una carta de Chicago. Nos acredita como la u1nica sociedad de psicoana1lisis en la Argentina. Puse cara de admiracio1n y profundo respeto. Luego salimos y fuimos en automo1vil hasta el local. Habi1a una cantidad de gente. A algunos los conoci1a de nombre, como al doctor Goldenberg, que u1ltimamente habi1a tenido mucho renombre: a rai1z de haber intentado curar a una mujer los metieron a los dos en el manicomio. Acababa de salir. Lo mire1 atentamente, pero no me parecio1 peor que los dema1s, hasta me parecio1 ma1s calmo, tal vez como resultado del encierro. Me elogio1 los cuadros de tal manera que comprendi1 que los detestaba. Todo era tan elegante que senti1 vergu4enza por mi traje viejo y mis rodilleras. Y, sin embargo, la sensacio1n de grotesco que experimentaba no era exactamente por eso, sino por algo que no terminaba de definir. Culmino1 cuando una chica muy fina, mientras me ofreci1a unos sandwiches, comentaba con un sen8or no se1 que1 problema de masoquismo anal. Es probable, pues, que aquella sensacio1n resultase de la diferencia de potencial entre los muebles modernos, limpi1simos, functionales, y damas y caballeros tan aseados emitiendo palabras ge1nito-urinarias. Quise buscar refugio en algu1n rinco1n, pero resulto1 imposible. El departamento estaba atestado de gente ide1ntica que deci1a permanentemente la misma cosa. Escape1 entonces a la calle. Al encontrarme con personas habituales (un vendedor de diarios, un chico, un chofer), me parecio1 de pronto fanta1stico que en un departamento hubiera aquel amontonamiento. Sin embargo, de todos los conglomerados detesto particularmente el de los pintores. En parte, naturalmente, porque es el que ma1s conozco y ya se sabe que uno puede detestar con mayor razo1n lo que se conoce a fondo. Pero tengo otra razo1n: LOS CRI1TICOS. Es una plaga que nunca pude entender. Si yo fuera un gran cirujano y un sen8or que jama1s ha manejado un bisturi1, ni es me1dico ni ha entablillado la pata de un gato, viniera a explicarme los errores de mi operacio1n, ?que1 se pensari1a? Lo mismo pasa con la pintura. Lo singular es que la gente no advierte que es lo mismo y aunque se ri1a de las pretensiones del cri1tico de cirugi1a, escucha con un increi1ble respeto a esos charlatanes. Se podri1a escuchar con cierto respeto los juicios de un cri1tico que alguna vez haya pintado, aunque ma1s no fuera que telas mediocres. Pero aun en ese caso seri1a absurdo, pues ?co1mo puede encontrarse razonable que un pintor mediocre de1 consejos a uno bueno? V Me he apartado de mi camino. Pero es por mi maldita costumbre de querer justificar cada uno de mis actos. ?A que1 diablos explicar la razo1n de que no fuera a salones de pintura? Me parece que cada uno tiene derecho a asistir o no, si le da la gana, sin necesidad de presentar un extenso alegato justificatorio. ?A do1nde se llegari1a, si no, con semejante mani1a? Pero, en fin, ya esta1 hecho, aunque todavi1a tendri1a mucho que decir acerca de ese asunto de las exposiciones: las habladuri1as de los colegas, la ceguera del pu1blico, la imbecilidad de los encargados de preparar el salo1n y distribuir los cuadros. Felizmente (o desgraciadamente) ya todo eso no me interesa; de otro modo quiza1 escribiri1a un largo ensayo titulado {De la forma en que el pintor debe defenderse de los amigos de la pintura}. Debi1a descartar, pues, la posibilidad de encontrarla en una exposicio1n. Podi1a suceder, en cambio, que ella tuviera un amigo que a su vez fuese amigo mi1o. En ese caso, bastari1a con una simple presentacio1n. Encandilado con la desagradable luz de la timidez, me eche1 gozosamente en brazos de esa posibilidad. !Una simple presentacio1n! !Que1 fa1cil se volvi1a todo, que1 amable! El encandilamiento me impidio1 ver inmediatamente lo absurdo de semejante idea. No pense1 en aquel momento que encontrar a un amigo suyo era tan difi1cil como encontrarla a ella misma, porque es evidente que seri1a imposible encontrar un amigo sin saber quie1n era ella. Pero, si sabi1a quie1n era ella, ?para que1 recurrir a un tercero? Quedaba, es cierto, la pequen8a ventaja de la presentacio1n, que yo no desden8aba. Pero, evidentemente, el problema ba1sico era hallarla a ella {y luego}, en todo caso, buscar un amigo comu1n para que nos presentara. Quedaba el camino inverso: ver si alguno de mis amigos era, por azar, amigo de ella. Y eso si1 podi1a hacerse sin hallarla previamente, pues bastari1a con interrogar a cada uno de mis conocidos acerca de una muchacha de tal estatura y de pelo asi1 y asi1. Todo esto, sin embargo, me parecio1 una especie de frivolidad y lo deseche1: me avergonzo1 el solo imaginar que haci1a preguntas de esa naturaleza a gentes como Mapelli o Lartigue. Creo conveniente dejar establecido que no descarte1 esta variante por descabellada: so1lo lo hice por las razones que acabo de exponer. Alguno podri1a creer, efectivamente, que es descabellado imaginar la remota posibilidad de que un conocido mi1o fuera a la vez conocido de ella. Quiza1 lo parezca a un espi1ritu superficial, pero no a quien esta1 acostumbrado a reflexionar sobre los problemas humanos. Existen en la sociedad {estratos horizontales}, formados por las personas de gustos semejantes, y en estos estratos los encuentros casuales (?) no son raros, sobre todo cuando la causa de la estratificacio1n es alguna caracteri1stica de minori1as. Me ha sucedido encontrar una persona en un barrio de Berli1n, luego en un pequen8o lugar casi desconocido de Italia y, finalmente, en una libreri1a de Buenos Aires. ?Es razonable atribuir al azar estos encuentros repetidos? Pero estoy diciendo una trivialidad: lo sabe cualquier persona aficionada a la mu1sica, al esperanto, al espiritismo. Habi1a que caer, pues, en la posibilidad ma1s temida: al encuentro en la calle. ?Co1mo demonios hacen ciertos hombres para detener a una mujer, para entablar conversacio1n y hasta para iniciar una aventura? Descarte1 sin ma1s cualquier combinacio1n que comenzara con una iniciativa mi1a: mi ignorancia de esa te1cnica callejera y mi cara me indujeron a tomar esa decisio1n melanco1lica y definitiva. No quedaba sino esperar una feliz circunstancia, de e1sas que suelen presentarse cada millo1n de veces: que ella hablara primero. De modo que mi felicidad estaba librada a una remoti1sima loteri1a, en la que habi1a que ganar una vez para tener derecho a jugar nuevamente y so1lo recibir el premio en el caso de ganar en esta segunda jornada. Efectivamente, teni1a que darse la posibilidad de encontrarme con ella y luego la posibilidad, todavi1a ma1s improbable, de que ella me dirigiera la palabra. Senti1 un especie de ve1rtigo, de tristeza y desesperanza. Pero, no obstante, segui1 preparando mi posicio1n. Imaginaba, pues, que ella me hablaba, por ejemplo para preguntarme una direccio1n o acerca de un o1mnibus; y a partir de esa frase inicial yo construi1 durante meses de reflexio1n, de melancoli1a, de rabia, de abandono y de esperanza, una serie interminable de variantes. En alguna yo era locuaz, dicharachero (nunca lo he sido, en realidad); en otra era parco; en otras me imaginaba risuen8o. A veces, lo que es sumamente singular, contestaba bruscamente a la pregunta de ella y hasta con rabia contenida; sucedio1 (en alguno de esos encuentros imaginarios) que la entrevista se malograra por irritacio1n absurda de mi parte, por reprocharle casi groseramente una consulta que yo juzgaba inu1til o irreflexiva. Estos encuentros fracasados me dejaban lleno de amargura, y durante varios di1as me reprochaba la torpeza con que habi1a perdido una oportunidad tan remota de entablar relaciones con ella; felizmente, terminaba por advertir que todo eso era imaginario y que al menos segui1a quedando la posibilidad real. Entonces volvi1a a prepararme con ma1s entusiasmo y a imaginar nuevos y ma1s fructi1feros dia1logos callejeros. En general, la dificultad mayor estribaba en vincular la pregunta de ella con algo tan general y alejado de las preocupaciones diarias como la esencia general del arte o, por lo menos, la impresio1n que le habi1a producido mi ventanita. Por supuesto, si se tiene tiempo y tranquilidad, siempre es posible establecer lo1gicamente, sin que choque, esa clase de vinculaciones; en una reunio1n social sobra el tiempo y en cierto modo se esta1 para establecer esa clase de vinculaciones entre temas totalmente ajenos; pero en el ajetreo de una calle de Buenos Aires, entre gentes que corren colectivos y que lo llevan a uno por delante, es claro que habi1a que descartar casi ese tipo de conversacio1n. Pero por otro lado no podi1a descartarla sin caer en una situacio1n irremediable para mi destino. Volvi1a, pues, a imaginar dia1logos, los ma1s eficaces y ra1pidos posibles, que llevaran desde la frase <> hasta la discusio1n de ciertos problemas del expresionismo o del superrealismo. No era nada fa1cil. Una noche de insomnio llegue1 a la conclusio1n de que era inu1til y artificioso intentar una conversacio1n semejante y que era preferible atacar bruscamente el punto central, con una pregunta valiente, juga1ndome todo a un solo nu1mero. Por ejemplo, preguntando: <> Es comu1n que en las noches de insomnio sea teo1ricamente ma1s decidido que durante el di1a, en los hechos. Al otro di1a, al analizar fri1amente esta posibilidad, conclui1 que jama1s tendri1a suficiente valor para hacer esa pregunta a boca de jarro. Como siempre, el desaliento me hizo caer en el otro extremo: imagine1 entonces una pregunta tan indirecta que para llegar al punto que me interesaba (la ventana) casi se requeri1a una larga amistad: una pregunta del ge1nero de: <> No recuerdo ahora todas las variantes que pense1. So1lo recuerdo que habi1a algunas tan complicadas que eran pra1cticamente inservibles. Seri1a un azar demasiado portentoso que la realidad coincidiera luego con una llave tan complicada, preparada de antemano ignorando la forma de la cerradura. Pero sucedi1a que cuando habi1a examinado tantas variantes enrevesadas, me olvidaba del orden de las preguntas y respuestas o las mezclaba, como sucede en el ajedrez cuando uno imagina partidas de memoria. Y tambie1n resultaba a menudo que reemplazaba frases de una variante con frases de otra, con resultados ridi1culos o desalentadores. Por ejemplo, detenerla para darle una direccio1n y en seguida preguntarle: <> Era grotesco. Cuando llegaba a esta situacio1n descansaba por varios di1as de barajar combinaciones. VI Al verla caminar por la vereda de enfrente, todas las variantes se amontonaron y revolvieron en mi cabeza. Confusamente, senti1 que surgi1an en mi conciencia frases i1ntegras elaboradas y aprendidas en aquella larga gimnasia preparatoria: <>, <>, etce1tera. Con ma1s insistencia que ninguna otra, surgi1a una frase que yo habi1a desechado por grosera y que en ese momento me llenaba de vergu4enza y me haci1a sentir au1n ma1s ridi1culo: <> Las frases, sueltas y mezcladas, formaban un tumultuoso rompecabezas en movimiento, hasta que comprendi1 que era inu1til preocuparme de esa manera: recorde1 que era ella quien debi1a tomar la iniciativa de cualquier conversacio1n. Y desde ese momento me senti1 estu1pidamente tranquilizado, y hasta creo que llegue1 a pensar, tambie1n estu1pidamente: <> Mientras tanto, y a pesar de ese razonamiento, me senti1a tan nervioso y emocionado que no atinaba a otra cosa que a seguir su marcha por la vereda de enfrente, sin pensar que si queri1a darle al menos la hipote1tica posibilidad de preguntarme una direccio1n teni1a que cruzar la vereda y acercarme. Nada ma1s grotesco, en efecto, que suponerla pidie1ndome a gritos, desde alla1, una direccio1n. ?Que1 hari1a? ?Hasta cua1ndo durari1a esa situacio1n? Me senti1 infinitamente desgraciado. Caminamos varias cuadras. Ella siguio1 caminando con decisio1n. Estaba muy triste, pero teni1a que seguir hasta el fin: no era posible que despue1s de haber esperado este instante durante meses dejase escapar la oportunidad. Y el andar ra1pidamente mientras mi espi1ritu vacilaba tanto me produci1a una sensacio1n singular: mi pensamiento era como un gusano ciego y torpe dentro de un automo1vil a gran velocidad. Dio vuelta en la esquina de San Marti1n, camino1 unos pasos y entro1 en el edificio de la Compan8i1a T. Comprendi1 que teni1a que decidirme ra1pidamente y entre1 detra1s, aunque senti1 que en esos momentos estaba haciendo algo desproporcionado y monstruoso. Esperaba el ascensor. No habi1a nadie ma1s. Alguien ma1s audaz que yo pronuncio1 desde mi interior esta pregunta increi1blemente estu1pida: -?Este es el edificio de la Compan8i1a T.? Un cartel de varios metros de largo; que abarcaba todo el frente del edificio, proclamaba que, en efecto, ese era el edificio de la Compan8i1a T. No obstante, ella se dio vuelta con sencillez y me respondio1 afirmativamente. (Ma1s tarde, reflexionando sobre mi pregunta y sobre la sencillez y tranquilidad con que ella me respondio1, llegue1 a la conclusio1n de que, al fin y al cabo, sucede que muchas veces uno no ve carteles demasiado grandes: y que, por lo tanto, la pregunta no era tan irremediablemente estu1pida como habi1a pensado en los primeros momentos.) Pero en seguida, al mirarme, se sonrojo1 tan intensamente, que comprendi1 me habi1a reconocido. Una variante que jama1s habi1a pensado y, sin embargo, muy logica, pues mi fotografi1a habi1a aparecido muchi1simas veces en revistas y diarios. Me emocione1 tanto que so1lo atine1 a otra pregunta desafortunada; le dije bruscamente: -?Por que1 se sonroja? Se sonrojo1 au1n ma1s e iba a responder quiza1 algo cuando, ya completamente perdido el control, agregue1 atropelladamente: -Usted se sonroja porque me ha reconocido. Y usted cree que esto es una casualidad, pero no es una casualidad, nunca hay casualidades. He pensado en usted varios meses. Hoy la encontre1 por la calle y la segui1. Tengo algo importante que preguntarle, algo referente a la ventanita, ?comprende? Ella estaba asustada: -?La ventanita? -balbuceo1-. ?Que1 ventanita? Senti1 que se me aflojaban las piernas. ?Era posible que no la recordara? Entonces no le habi1a dado la menor importancia, la habi1a mirado por simple curiosidad. Me senti1 grotesco y pense1 vertiginosamente que todo lo que habi1a pensado y hecho durante esos meses (incluyendo esta escena) era el colmo de la desproporcio1n y del ridi1culo, una de esas ti1picas construcciones imaginarias mi1as, tan presuntuosas como esas reconstrucciones de un dinosaurio realizadas a partir de una ve1rtebra rota. La muchacha estaba pro1xima al llanto. Pense1 que el mundo se me veni1a abajo, sin que yo atinara a nada tranquilo o eficaz. Me encontre1 diciendo algo que ahora me avergu4enza escribir: -Veo que me he equivocado. Buenas tardes. Sali1 apresuradamente y camine1 casi corriendo en una direccio1n cualquiera. Habri1a caminado una cuadra cuando oi1 detra1s una voz que me deci1a: -!Sen8or, sen8or! Era ella, que me habi1a seguido sin animarse a detenerme. Ahi1 estaba y no sabi1a co1mo justificar lo que habi1a pasado. En voz baja, me dijo: -Perdo1neme, sen8or... Perdone mi estupidez... Estaba tan asustada... El mundo habi1a sido, haci1a unos instantes, un caos de objetos y seres inu1tiles. Senti1 que volvi1a a rehacer y a obedecer a un orden. La escuche1 mudo. -No adverti1 que usted preguntaba por la escena del cuadro -dijo temblorosamente. Sin darme cuenta, la agarre1 de un brazo. -?Entonces la recuerda? Se quedo1 un momento sin hablar, mirando al suelo. Luego dijo con lentitud: -La recuerdo constantemente. Despue1s sucedio1 algo curioso: parecio1 arrepentirse de lo que habi1a dicho porque se volvio1 bruscamente y echo1 casi a correr. Al cabo de un instante de sorpresa corri1 tras ella, hasta que comprendi1 lo ridi1culo de la escena; mire1 entonces a todos lados y segui1 caminando con paso ra1pido pero normal. Esta decisio1n fue determinada por dos reflexiones: primero, que era grotesco que un hombre conocido corriera por la calle detra1s de una muchacha; segundo, {que no era necesario}. Esto u1ltimo era lo esencial: podri1a verla en cualquier momento, a la entrada o a la salida de la oficina. ?A que1 correr como loco? Lo importante, lo verdaderamente importante, era que recordaba la escena de la ventana: <> Estaba contento, me hallaba capaz de grandes cosas y solamente me reprochaba el haber perdido el control al pie del ascensor y ahora, otra vez, al correr como un loco detra1s de ella, cuando era evidente que podri1a verla en cualquier momento en la oficina. VII <>, me pregunte1 de pronto en voz alta, casi a gritos, sintiendo que las piernas se me aflojaban de nuevo. ?Y quie1n me habi1a dicho que trabajaba en esa oficina? ?Acaso so1lo entra en una oficina la gente que trabaja alli1? La idea de perderla por varios meses ma1s, o quiza1 para siempre, me produjo un ve1rtigo y ya sin reflexionar sobre las conveniencias corri1 como un desesperado; pronto me encontre1 en la puerta de la Compan8i1a T. y ella no se vei1a por ningu1n lado. ?Habri1a tomado ya el ascensor? Pense1 interrogar al ascensorista, pero ?co1mo preguntarle? Podi1an haber subido ya muchas mujeres y tendri1a entonces que especificar detalles: ?que1 pensari1a el ascensorista? Camine1 un rato por la vereda, indeciso. Luego cruce1 a la otra vereda y examine1 el frente del edificio, no comprendo por que1. ?Quiza1 con la vaga esperanza de ver asomarse a la muchacha por una ventana? Sin embargo era absurdo pensar que pudiera asomarse para hacerme sen8as o cosas por el estilo. So1lo vi el gigantesco cartel que deci1a: COMPAN8I1A T. Juzgue1 a ojo que deberi1a abarcar unos veinte metros de frente; este ca1lculo aumento1 mi malestar. Pero ahora no teni1a tiempo de entregarme a ese sentimiento: ya me torturari1a ma1s tarde, con tranquilidad. Por el momento no vi otra solucio1n que entrar. Ene1rgicamente penetre1 en el edificio y espere1 que bajara el ascensor; pero a medida que bajaba note1 que mi decisio1n disminui1a, al mismo tiempo que mi habitual timidez creci1a tumultuosamente. De modo que cuando la puerta del ascensor se abrio1 ya teni1a perfectamente decidido lo que debi1a hacer: {no diri1a una sola palabra}. Claro que, en ese caso, ?para que1 tomar el ascensor? Resultaba violento, sin embargo, no hacerlo, despue1s de haber esperado visiblemente en compan8i1a de varias personas. ?Co1mo se interpretari1a un hecho semejante? No encontre1 otra solucio1n que tomar el ascensor, manteniendo, claro, mi punto de vista de {no pronunciar una sola palabra}; cosa perfectamente factible y hasta ma1s normal que lo contrario: lo corriente es que nadie tenga la obligacio1n de hablar en el interior de un ascensor, a menos que uno sea amigo del ascensorista, en cuyo caso es natural preguntarle por el tiempo o por el hijo enfermo. Pero como yo no teni1a ninguna relacio1n y en verdad jama1s hasta ese momento habi1a visto a ese hombre, mi decisio1n de no abrir la boca no podi1a producir la ma1s mi1nima complicacio1n. El hecho de que hubiera varias personas facilitaba mi trabajo, pues lo haci1a pasar inadvertido. Entre1 tranquilamente al ascensor, pues, y las cosas ocurrieron como habi1a previsto, sin ninguna dificultad; alguien comento1 con el ascensorista el calor hu1medo y este comentario aumento1 mi bienestar, porque confirmaba mis razonamientos. Experimente1 una ligera nerviosidad cuando dije <>, pero so1lo podri1a haber sido notada por alguien que estuviera enterado de los fines que yo persegui1a en ese momento. Al llegar al piso octavo vi que otra persona sali1a conmigo, lo que complicaba un poco la situacio1n; caminando con lentitud espere1 que el otro entrara en una de las oficinas mientras yo todavi1a caminaba a lo largo del pasillo. Entonces respire1 tranquilo; di unas vueltas por el corredor, fui hasta el extremo, mire1 el panorama de Buenos Aires por una ventana, me volvi1 y llame1 por fin el ascensor. Al poco rato estaba en la puerta del edificio sin que hubiera sucedido ninguna de las escenas desagradables que habi1a temido (preguntas raras del ascensorista, etce1tera). Encendi1 un cigarrillo y no habi1a terminado de encenderlo cuando adverti1 que mi tranquilidad era bastante absurda: era cierto que no habi1a pasado nada desagradable, pero tambie1n era cierto que {no habi1a pasado nada en absoluto}. En otras palabras ma1s crudas: la muchacha estaba perdida, a menos que trabajase regularmente en esas oficinas; pues si habi1a entrado para hacer una simple gestio1n podi1a ya haber subido y bajado, desencontra1ndose conmigo. <> Esta reflexio1n me animo1 nuevamente y decidi1 esperar al pie del edificio. Durante una hora estuve esperando sin resultado. Analice1 las diferentes posibilidades que se presentaban: 1. La gestio1n era larga; en ese caso habi1a que seguir esperando. 2. Despue1s de lo que habi1a pasado, quiza1 estaba demasiado excitada y habri1a ido a dar una vuelta antes de hacer la gestio1n; tambie1n correspondi1a esperar. 3. Trabajaba alli1; en este caso habi1a que esperar hasta la hora de salida. <> Esta lo1gica me parecio1 de hierro y me tranquilizo1 bastante para decidirme a esperar con serenidad en el cafe1 de la esquina, desde cuya vereda podi1a vigilar la salida de la gente. Pedi1 cerveza y mire1 el reloj: eran las tres y cuarto. A medida que fue pasando el tiempo me fui afirmando en la u1ltima hipo1tesis: trabajaba alli1. A las seis me levante1, pues me pareci1a mejor esperar en la puerta del edificio: seguramente saldri1a mucha gente de golpe y era posible que no la viera desde el cafe1. A las seis y minutos empezo1 a salir el personal. A las seis y media habi1an salido casi todos, como se inferi1a del hecho de que cada vez raleaban ma1s. A las siete menos cuarto no sali1a casi nadie: solamente, de vez en cuando, algu1n alto empleado; a menos que ella fuera un alto empleado (<>, pense1) o secretaria de un alto empleado (<>, pense1 con una de1bil esperanza). A las siete todo habi1a terminado. VIII Mientras volvi1a a mi casa profundamente deprimido, trataba de pensar con claridad. Mi cerebro es un hervidero, pero cuando me pongo nervioso las ideas se me suceden como en un vertiginoso ballet; a pesar de lo cual, o quiza1 por eso mismo, he ido acostumbra1ndome a gobernarlas y ordenarlas rigurosamente; de otro modo creo que no tardari1a en volverme loco. Como dije, volvi1 a casa en un estado de profunda depresio1n, pero no por eso deje1 de ordenar y clasificar las ideas, pues senti1 que era necesario pensar con claridad si no queri1a perder para siempre a la u1nica persona que evidentemente habi1a comprendido mi pintura. O ella entro1 en la oficina para hacer una gestio1n, o trabajaba alli1; no habi1a otra posibilidad. Desde luego, esta u1ltima era la hipo1tesis ma1s favorable. En ese caso, al separarse de mi1 se habri1a sentido trastornada y decidiri1a volver a su casa: Era necesario esperarla, pues, al otro di1a frente a la entrada. Analice1 luego la otra posibilidad: la gestio1n. Podri1a haber sucedido que, trastornada por el encuentro, hubiera vuelto a la casa y decidido dejar la gestio1n para el otro di1a. Tambie1n en este caso correspondi1a esperarla en la entrada. Estas dos eran las posibilidades favorables. La otra era terrible: la gestio1n habi1a sido hecha mientras yo llegaba al edificio y durante mi aventura de ida y vuelta en el ascensor. Es decir, que nos habi1amos cruzado sin vernos. El tiempo de todo este proceso era muy breve y era muy improbable que las cosas hubieran sucedido de este modo, pero era posible: bien podi1a consistir la famosa gestio1n en entregar una carta, por ejemplo. En tales condiciones crei1 inu1til volver al otro di1a a esperar. Habi1a, sin embargo, dos posibilidades favorables y me aferre1 a ellas con desesperacio1n. Llegue1 a mi casa con una mezcla de sentimientos: Por un lado, cada vez que pensaba en la frase que ella habi1a dicho (<>) mi corazo1n lati1a con violencia y senti1 que se me abri1a una oscura pero vasta y poderosa perspectiva; intui1 que una gran fuerza, hasta ese momento dormida, se desencadenari1a en mi1. Por otro lado, imagine1 que podi1a pasar mucho tiempo antes de volver a encontrarla. Era necesario encontrarla. Me encontre1 diciendo en alta voz, varias veces: <> IX Al otro di1a, temprano, estaba ya parado frente a la puerta de entrada de las oficinas de T. Entraron todos los empleados, pero ella no aparecio1: era claro que no trabajaba alli1, aunque restaba la de1bil hipo1tesis de que hubiera enfermado y no fuese a la oficina por varios di1as. Quedaba, adema1s, la posibilidad de la gestio1n, de manera que decidi1 esperar toda la man8ana en el cafe1 de la esquina. Habi1a ya perdido toda esperanza (seri1an alrededor de las once y media) cuando la vi salir de la boca del subterra1neo. Terriblemente agitado, me levante1 de un salto y fui a su encuentro. Cuando ella me vio, se detuvo como si de pronto se hubiera convertido en piedra: era evidente que no contaba con semejante aparicio1n. Era curioso, pero la sensacio1n de que mi mente habi1a trabajado con un rigor fe1rreo me daba una energi1a inusitada: me senti1a fuerte, estaba posei1do por una decisio1n viril y dispuesto a todo. Tanto que la tome1 de un brazo casi con brutalidad y, sin decir una sola palabra, la arrastre1 por la calle San Marti1n en direccio1n a la plaza. Pareci1a desprovista de voluntad; no dijo una sola palabra. Cuando habi1amos caminado unas dos cuadras, me pregunto1: -?A do1nde me lleva? -A la plaza de San Marti1n. Tengo mucho que hablar con usted -le respondi1, mientras segui1a caminando con decisio1n, siempre arrastra1ndola del brazo. Murmuro1 algo referente a las oficinas de T., pero yo segui1 arrastra1ndola y no oi1 nada de lo que me deci1a. Agregue1: -Tengo muchas cosas que hablar con usted. No ofreci1a resistencia; yo me senti1a como un ri1o crecido que arrastra una rama. Llegamos a la plaza y busque1 un banco aislado. -?Por que1 huyo1? -fue lo primero que le pregunte1. Me miro1 con esa expresio1n que yo habi1a notado el di1a anterior, cuando me dijo <>: era una mirada extran8a, fija, penetrante, pareci1a venir de atra1s; esa mirada me recordaba algo, unos ojos parecidos, pero no podi1a recordar do1nde los habi1a visto. -No se1 -respondio1 finalmente-. Tambie1n querri1a huir ahora. Le aprete1 el brazo. -Prome1tame que no se ira1 nunca ma1s. La necesito, la necesito mucho -le dije. Volvio1 a mirarme como si me escrutara, pero no hizo ningu1n comentario. Despue1s fijo1 sus ojos en un a1rbol lejano. De perfil no me recordaba nada. Su rostro era hermoso pero teni1a algo duro. El pelo era largo y castan8o. Fi1sicamente, no aparentaba mucho ma1s de veintise1is an8os, pero existi1a en ella algo que sugeri1a edad, algo ti1pico de una persona que ha vivido mucho; no canas ni ninguno de esos indicios puramente materiales, sino algo indefinido y seguramente de orden espiritual; quiza1 la mirada, pero ?hasta que1 punto se puede decir que la mirada de un ser humano es algo fi1sico?; quiza1 la manera de apretar la boca, pues, aunque la boca y los labios son elementos fi1sicos, la manera de apretarlos y ciertas arrugas son tambie1n elementos espirituales. No pude precisar en aquel momento, ni tampoco podri1a precisarlo ahora, que1 era, en definitiva, lo que daba esa impresio1n de edad. Pienso que tambie1n podri1a ser el modo de hablar. -Necesito mucho de usted -repeti1. No respondio1: segui1a mirando el a1rbol. -?Por que1 no habla? -le pregunte1. Sin dejar de mirar el a1rbol, contesto1: -Yo no soy nadie. Usted es un gran artista. No veo para que1 me puede necesitar. Le grite1 brutalmente: -!Le digo que la necesito! ?Me entiende? Siempre mirando el a1rbol, musito1: -?Para que1? No respondi1 en el instante. Deje1 su brazo y quede1 pensativo. ?Para que1, en efecto? Hasta ese momento no me habi1a hecho con claridad la pregunta y ma1s bien habi1a obedecido a una especie de instinto. Con una ramita comence1 a trazar dibujos geome1tricos en la tierra. -No se1 -murmure1 al cabo de un buen rato-. Todavi1a no lo se1. Reflexionaba intensamente y con la ramita complicaba cada vez ma1s los dibujos. -Mi cabeza es un laberinto oscuro. A veces hay como rela1mpagos que iluminan algunos corredores. Nunca termino de saber por que1 hago ciertas cosas. No, no es eso... Me senti1a bastante tonto: de ninguna manera era esa mi forma de ser. Hice un gran esfuerzo mental: ?acaso yo no razonaba? Por el contrario, mi cerebro estaba constantemente razonando como una ma1quina de calcular; por ejemplo, en esta misma historia, ?no me habi1a pasado meses razonando y barajando hipo1tesis y clasifica1ndolas? Y, en cierto modo, ?no habi1a encontrado a Mari1a al fin, gracias a mi capacidad lo1gica? Senti1 que estaba cerca de la verdad, muy cerca, y tuve miedo de perderla: hice un enorme esfuerzo. Grite1: -!No es que no sepa razonar! Al contrario, razono siempre. Pero imagine usted un capita1n que en cada instante fija matema1ticamente su posicio1n y sigue su ruta hacia el objetivo con un rigor implacable. Pero que {no sabe por que1 va hacia ese objetivo}, ?entiende? Me miro1 un instante con perplejidad; luego volvio1 nuevamente a mirar el a1rbol. -Siento que usted sera1 algo esencial para lo que tengo que hacer, aunque todavi1a no me doy cuenta de la razo1n. Volvi1 a dibujar con la ramita y segui1 haciendo un gran esfuerzo mental. Al cabo de un tiempo, agregue1: -Por lo pronto se1 que es algo vinculado a la escena de la ventana: usted ha sido la u1nica persona que le ha dado importancia. -Yo no soy cri1tico de arte -murmuro1. Me enfureci1 y grite1: -!No me hable de esos cretinos! Se dio vuelta sorprendida. Yo baje1 entonces la voz y le explique1 por que1 no crei1a en los cri1ticos de arte: en fin, la teori1a del bisturi1 y todo eso. Me escucho1 siempre sin mirarme y cuando yo termine1 comento1: -Usted se queja, pero los cri1ticos siempre lo han elogiado. -!Peor para mi1! ?No comprende? Es una de las cosas que me han amargado y que me han hecho pensar que ando por el mal camino. Fi1jese, por ejemplo, lo que ha pasado en este salo1n: ni uno solo de esos charlatanes se dio cuenta de la importancia de esa escena. Hubo una sola persona que le ha dado importancia: usted. Y usted no es un cri1tico. No, en realidad hay otra persona que le ha dado importancia, pero negativa: me lo ha reprochado, le tiene aprensio1n, casi asco. En cambio, usted... Siempre mirando hacia adelante, dijo lentamente: -?Y no podri1a ser que yo tuviera la misma opinio1n? -?Que1 opinio1n? -La de esa persona. La mire1 ansiosamente; pero su cara, de perfil, era inescrutable: con sus mandi1bulas apretadas. Respondi1 con firmeza: -Usted piensa como yo. -?Y que1 es lo que piensa usted? -No se1, tampoco podri1a responder a esa pregunta. Mejor podri1a decirle que usted {siente} como yo. Usted miraba aquella escena como la habri1a podido mirar yo en su lugar. No se1 que1 piensa y tampoco se1 lo que pienso yo, pero se1 que piensa como yo. -?Pero entonces usted no piensa sus cuadros? -Antes los pensaba mucho, los construi1a como se construye una casa. Pero esa escena no: senti1a que debi1a pintarla asi1, sin saber bien por que1. Y sigo sin saber. En realidad, no tiene nada que ver con el resto del cuadro y hasta creo que uno de esos idiotas me lo hizo notar. Estoy caminando a tientas, y necesito su ayuda porque se1 que siente como yo. -No se1 exactamente lo que piensa usted. Comenzaba a impacientarme. Le respondi1 secamente: -?No le digo que no se1 lo que pienso? Si pudiera decir con palabras claras lo que siento, seri1a casi como pensar claro. ?No es cierto? -Si1, es cierto. Me calle1 un momento y pense1, tratando de ver claro. Despue1s agregue1: -Podri1a decirse que toda mi obra anterior es ma1s superficial. -?Que1 obra anterior? -La anterior a la ventana. Me concentre1 nuevamente y luego dije: -No, no es eso exactamente, no es eso. No es que fuera ma1s superficial. ?Que1 era, verdaderamente? Nunca, hasta ese momento, me habi1a puesto a pensar en este problema; ahora me daba cuenta hasta que1 punto habi1a pintado la escena de la ventana como un sona1mbulo. -No, no es que fuera ma1s superficial -agregue1, como hablando para mi1 mismo-. No se1, todo esto tiene algo que ver con la humanidad en general ?comprende? Recuerdo que di1as antes de pintarla habi1a lei1do que en un campo de concentracio1n alguien pidio1 de comer y lo obligaron a comerse una rata viva. A veces creo que nada tiene sentido. En un planeta minu1sculo, que corre hacia la nada desde millones de an8os, nacemos en medio de dolores, crecemos, luchamos, nos enfermamos, sufrimos, hacemos sufrir, gritamos, morimos, mueren y otros esta1n naciendo para volver a empezar la comedia inu1til. ?Seri1a eso, verdaderamente? Me quede1 reflexionando en esa idea de la falta de sentido. ?Toda nuestra vida seri1a una serie de gritos ano1nimos en un desierto de astros indiferentes? Ella segui1a en silencio. -Esa escena de la playa me da miedo -agregue1 despue1s de un largo rato-, aunque se1 que es algo ma1s profundo. No, ma1s bien quiero decir que me representa profundamente a {mi1}... Eso es. No es un mensaje claro, todavi1a, no, pero me representa profundamente a {mi1}. Oi1 que ella deci1a: -?Un mensaje de desesperanza, quiza1? La mire1 ansiosamente: -Si1 -respondi1-, me parece que un mensaje de desesperanza. ?Ve co1mo usted senti1a como yo? Despue1s de un momento, pregunto1: -?Y le parece elogiable un mensaje de desesperanza? La observe1 con sorpresa. -No -repuse-, me parece que no. ?Y usted que1 piensa? Quedo1 un tiempo bastante largo sin responder; por fin volvio1 la cara y su mirada se clavo1 en mi1. -La palabra elogiable no tiene nada que hacer aqui1 -dijo, como contestando a su propia pregunta-. Lo que importa es la verdad. -?Y usted cree que esa escena es verdadera? -pregunte1. Casi con dureza, afirmo1: -Claro que es verdadera. Mire1 ansiosamente su rostro duro, su mirada dura. <>, me preguntaba, <> Quiza1 sintio1 mi ansiedad, mi necesidad de comunio1n, porque por un instante su mirada se ablando1 y parecio1 ofrecerme un puente; pero senti1 que era un puente transitorio y fra1gil colgado sobre un abismo. Con una voz tambie1n diferente, agrego1: -Pero no se1 que1 ganara1 con verme. Hago mal a todos los que se me acercan. X Quedamos en vernos pronto. Me dio vergu4enza decirle que deseaba verla al otro di1a o que deseaba seguir vie1ndola alli1 mismo y que ella no deberi1a separarse ya nunca de mi1. A pesar de que mi memoria es sorprendente, tengo, de pronto, lagunas inexplicables. No se1 ahora que1 le dije en aquel momento, pero recuerdo que ella me respondio1 que debi1a irse. Esa misma noche le hable1 por tele1fono. Me atendio1 una mujer; cuando le dije que queri1a hablar con la sen8orita Mari1a Iribarne parecio1 vacilar un segundo, pero luego dijo que iri1a ver si estaba. Casi instanta1neamente oi1 la voz de Mari1a, pero con un tono casi oficinesco, que me produjo un vuelco. -Necesito verla, Mari1a -le dije-. Desde que nos separamos he pensado constantemente en usted, cada segundo. Me detuve temblando. Ella no contestaba. -?Por que1 no contesta? -le dije con nerviosidad creciente. -Espere un momento -respondio1. Oi1 que dejaba el tubo. A los pocos instantes oi1 de nuevo su voz, pero esta vez su voz verdadera; ahora tambie1n ella pareci1a estar temblando. -No podi1a hablar -me explico1. -?Por que1? -Aca1 entra y sale mucha gente. -?Y ahora co1mo puede hablar? -Porque cerre1 la puerta. Cuando cierro la puerta saben que no deben molestarme. -Necesito verla, Mari1a -repeti1 con violencia-. No he hecho otra cosa que pensar en usted desde el mediodi1a. Ella no respondio1. -?Por que1 no responde? -Castel... -comenzo1 con indecisio1n. -!No me diga Castel! -grite1 indignado. -Juan Pablo... -dijo entonces, con timidez. Senti1 que una interminable felicidad comenzaba con esas dos palabras. Pero Mari1a se habi1a detenido nuevamente. -?Que1 pasa? -pregunte1-. ?Por que1 no habla? -Yo tambie1n -musito1. -?Yo tambie1n que1? -pregunte1 con ansiedad. -Que yo tambie1n no he hecho ma1s que pensar. -?Pero pensar en que1? -segui1 preguntando, insaciable. -En todo. -?Co1mo en todo? ?En que1? -En lo extran8o que es todo esto... lo de su cuadro... el encuentro de ayer... lo de hoy... que1 se1 yo... La imprecisio1n siempre me ha irritado. -Si1, pero yo le he dicho que no he dejado de pensar en {usted} -respondi1-. Usted no me dice que haya pensado en mi1. Paso1 un instante. Luego respondio1: -Le digo que he pensado en {todo}. -No ha dado detalles. -Es que todo es tan extran8o, ha sido tan extran8o... estoy tan perturbada... Claro que pense1 en usted... Mi corazo1n golpeo1. Necesitaba detalles: me emocionan los detalles, no las generalidades. -?Pero co1mo, co1mo?... -pregunte1 con creciente ansiedad-. Yo he pensado en cada uno de sus rasgos, en su perfil, cuando miraba el a1rbol, en su pelo castan8o, en sus ojos duros y co1mo de pronto se hacen blandos, en su forma de caminar... -Tengo que cortar -me interrumpio1 de pronto-. Viene gente. -La llamare1 man8ana temprano -alcance1 a decir, con desesperacio1n. -Bueno -respondio1 ra1pidamente. XI Pase1 una noche agitada. No pude dibujar ni pintar, aunque intente1 muchas veces empezar algo. Sali1 a caminar y de pronto me encontre1 en la calle Corrientes. Me pasaba algo muy extran8o: miraba con simpati1a a todo el mundo. Creo haber dicho que me he propuesto hacer este relato en forma totalmente imparcial y ahora dare1 la primera prueba, confesando uno de mis peores defectos: siempre he mirado con antipati1a y hasta con asco a la gente, sobre todo a la gente amontonada; nunca he soportado las playas en verano. Algunos hombres, algunas mujeres aisladas me fueron muy queridos, por otros senti1 admiracio1n (no soy envidioso), por otros tuve verdadera simpati1a; por los chicos siempre tuve ternura y compasio1n (sobre todo cuando, mediante un esfuerzo mental, trataba de olvidar que al fin seri1an hombres como los dema1s); pero, {en general}, la humanidad me parecio1 siempre detestable. No tengo inconvenientes en manifestar que a veces me impedi1a comer en todo el di1a o me impedi1a pintar durante una semana el haber observado un rasgo; es increi1ble hasta que1 punto la codicia, la envidia, la petulancia, la groseri1a, la avidez y, en general, todo ese conjunto de atributos que forman la condicio1n humana pueden verse en una cara, en una manera de caminar, en una mirada. Me parece natural que despue1s de un encuentro asi1 uno no tenga ganas de comer, de pintar, ni aun de vivir. Sin embargo, quiero hacer constar que no me enorgullezco de esta caracteri1stica; se1 que es una muestra de soberbia y se1, tambie1n, que mi alma ha albergado muchas veces la codicia, la petulancia, la avidez y la groseri1a. Pero he dicho que me propongo narrar esta historia con entera imparcialidad, y asi1 lo hare1. Esa noche, pues, mi desprecio por la humanidad pareci1a abolido o, por lo menos, transitoriamente ausente. Entre1 en el cafe1 Marzotto. Supongo que ustedes saben que la gente va alli1 a oi1r tangos, pero a oi1rlos como un creyente en Dios oye {La pasio1n segu1n San Mateo}. XII A la man8ana siguiente, a eso de las diez, llame1 por tele1fono. Me atendio1 la misma mujer del di1a anterior. Cuando pregunte1 por la sen8orita Mari1a Iribarne me dijo que esa misma man8ana habi1a salido para el campo. Me quede1 fri1o. -?Para el campo? -pregunte1. -Si1, sen8or. ?Usted es el sen8or Castel? -Si1, soy Castel. -Dejo1 una carta para usted, aca1. Que perdone, pero no teni1a su direccio1n. Me habi1a hecho tanto a la idea de verla ese mismo di1a y esperaba cosas tan importantes de ese encuentro que este anuncio me dejo1 anonadado. Se me ocurrieron una serie de preguntas: ?Por que1 habi1a resuelto ir al campo? Evidentemente, esta resolucio1n habi1a sido tomada despue1s de nuestra conversacio1n telefo1nica, porque, si no, me habri1a dicho algo acerca del viaje y, sobre todo, no habri1a aceptado mi sugestio1n de hablar por tele1fono a la man8ana siguiente. Ahora bien, si esa resolucio1n era posterior a la conversacio1n por tele1fono ?seri1a tambie1n {consecuencia de esa conversacio1n}? Y si era consecuencia, ?por que1?, ?queri1a huir de mi1 una vez ma1s?, ?temi1a el inevitable encuentro del otro di1a? Este inesperado viaje al campo desperto1 la primera duda. Como sucede siempre, empece1 a encontrar sospechosos detalles anteriores a los que antes no habi1a dado importancia. ?Por que1 esos cambios de voz en el tele1fono el di1a anterior? ?Quie1nes eran esas gentes que <> y que le impedi1an hablar con naturalidad? Adema1s, {eso probaba que ella era capaz de simular}. ?Y por que1 vacilo1 esa mujer cuando pregunte1 por la sen8orita Iribarne? Pero una frase sobre todo se me habi1a grabado como con a1cido: <> Pense1 que alrededor de Mari1a existi1an muchas sombras. Estas reflexiones me las hice por primera vez mientras corri1a a su casa. Era curioso que ella no hubiera averiguado mi direccio1n; yo, en cambio, conoci1a ya su direccio1n y su tele1fono. Vivi1a en la calle Posadas, casi en la esquina de Seaver. Cuando llegue1 al quinto piso y toque1 el timbre, senti1 una gran emocio1n. Abrio1 la puerta un mucamo que debi1a de ser polaco o algo por el estilo y cuando di mi nombre me hizo pasar a una salita llena de libros: las paredes estaban cubiertas de estantes hasta el techo, pero tambie1n habi1a montones de libros encima de dos mesitas y hasta de un sillo1n. Me llamo1 la atencio1n el taman8o excesivo de muchos volu1menes. Me levante1 para echar un vistazo a la biblioteca. De pronto tuve la impresio1n de que alguien me observaba en silencio a mis espaldas. Me di vuelta y vi a un hombre en el extremo opuesto de la salita: era alto, flaco, teni1a una hermosa cabeza. Sonrei1a pero en {general}, sin precisio1n. A pesar de que teni1a los ojos abiertos, me di cuenta de que era ciego. Entonces me explique1 el tamano anormal de los libros. -?Usted es Castel, no? -me dijo con cordialidad, extendie1ndome la mano. -Si1, sen8or Iribarne -respondi1, entrega1ndole mi mano con perplejidad, mientras pensaba que1 clase de vinculacio1n familiar podi1a haber entre Mari1a y e1l. Al mismo tiempo que me haci1a sen8as de tomar asiento, sonrio1 con una ligera expresio1n de ironi1a y agrego1: -No me llamo Iribarne y no me diga sen8or. Soy Allende, marido de Mari1a. Acostumbrado a valorizar y quiza1 a interpretar los silencios, an8adio1 inmediatamente: -Mari1a usa siempre su apellido de soltera. Yo estaba como una estatua. -Mari1a me ha hablado mucho de su pintura. Como quede1 ciego hace pocos an8os, todavi1a puedo imaginar bastante bien las cosas. Pareci1a como si quisiera disculparse de su ceguera. Yo no sabi1a que1 decir. !Co1mo ansiaba estar solo, en la calle, para pensar en todo! Saco1 una carta de un bolsillo y me la alcanzo1. -Aca1 esta1 la carta -dijo con sencillez, como si no tuviera nada de extraordinario. Tome1 la carta e iba a guardarla cuando el ciego agrego1, como si hubiera visto mi actitud: -Le1ala, no ma1s. Aunque siendo de Mari1a no debe de ser nada urgente. Yo temblaba. Abri1 el sobre, mientras e1l encendi1a un cigarrillo, despue1s de haberme ofrecido uno. Saque1 la carta; deci1a una sola frase: {Yo tambie1n pienso en usted.} MARI1A Cuando el ciego oyo1 doblar el papel, pregunto1: -Nada urgente, supongo. Hice un gran esfuerzo y respondi1: -No, nada urgente. Me senti1 una especie de monstruo, viendo sonrei1r al ciego, que me miraba con los ojos bien abiertos. -Asi1 es Mari1a -dijo, como pensando para si1-. Muchos confunden sus impulsos con urgencias. Mari1a hace, efectivamente, con rapidez, cosas que no cambian la situacio1n. ?Co1mo le explicare1? Miro1 abstrai1do hacia el suelo, como buscando una explicacio1n ma1s clara. Al rato, dijo: -Como alguien que estuviera parado en un desierto y de pronto cambiase de lugar con gran rapidez. ?Comprende? La velocidad no importa, siempre se esta1 en el mismo paisaje. Fumo1 y penso1 un instante ma1s, como si yo no estuviera. Luego agrego1: -Aunque no se1 si es esto, exactamente. No tengo mucha habilidad para las meta1foras. No vei1a el momento de huir de aquella sala maldita. Pero el ciego no pareci1a tener apuro. <>, pense1. -Ahora, por ejemplo -prosiguio1 Allende-, se levanta temprano y me dice que se va a la estancia. -?A la estancia? -pregunte1 inconscientemente. -Si1, a la estancia nuestra. Es decir, a la estancia de mi abuelo. Pero ahora esta1 en manos de mi primo Hunter. Supongo que lo conoce. Esta nueva revelacio1n me lleno1 de zozobra y al mismo tiempo de despecho: ?que1 podri1a encontrar Mari1a en ese imbe1cil mujeriego y ci1nico? Trate1 de tranquilizarme, pensando que ella no iri1a a la estancia por Hunter sino, simplemente, porque podri1a gustarle la soledad del campo y porque la estancia era de la familia. Pero quede1 muy triste. -He oi1do hablar de e1l -dije, con amargura. Antes de que el ciego pudiese hablar agregue1, con brusquedad: -Tengo que irme. -Caramba, co1mo lo lamento -comento1 Allende- Espero que volvamos a vernos. -Si1, si1, naturalmente -dije. Me acompan8o1 hasta la puerta. Le di la mano y sali1 corriendo. Mientras bajaba en el ascensor, me repeti1a con rabia: <> XIII Necesitaba despejarme y pensar con tranquilidad. Camine1 por Posadas hacia el lado de la Recoleta. Mi cabeza era un pandemonio: una cantidad de ideas, sentimientos de amor y de odio, preguntas, resentimientos y recuerdos se mezclaban y apareci1an sucesivamente. ?Que1 idea era esta, por ejemplo, de hacerme ir a la casa a buscar una carta y hace1rmela entregar por el marido? ?Y co1mo no me habi1a advertido que era casada? ?Y que1 diablos teni1a que hacer en la estancia con el sinvergu4enza de Hunter? ?Y por que1 no habi1a esperado mi llamado telefo1nico? Y ese ciego, ?que1 clase de bicho era? Dije ya que tengo una idea desagradable de la humanidad; debo confesar ahora que los ciegos {no me gustan nada} y que siento delante de ellos una impresio1n semejante a la que me producen ciertos animales, fri1os, hu1medos y silenciosos, como las vi1boras. Si se agrega el hecho de leer delante de e1l una carta de la mujer que deci1a {Yo tambie1n pienso en usted}, no es difi1cil adivinar la sensacio1n de asco que tuve en aquellos momentos. Trate1 de ordenar un poco el caos de mis ideas y sentimientos y proceder con me1todo, como acostumbro. Habi1a que empezar por el principio, y el principio (por lo menos el inmediato) era, evidentemente, la conversacio1n por tele1fono. En esa conversacio1n habi1a varios puntos oscuros. En primer te1rmino, si en esa casa era tan natural que ella tuviera relaciones con hombres, como lo probaba el hecho de la carta a trave1s del marido, ?por que1 emplear una voz neutra y oficinesca hasta que la puerta estuvo cerrada? Luego, ?que1 significaba esa aclaracio1n de que <>? Por lo visto, era frecuente que ella se encerrara para hablar por tele1fono. Pero no era crei1ble que se encerrase para tener conversaciones triviales con personas amigas de la casa: habi1a que suponer que era para tener conversaciones semejantes a la nuestra. Pero entonces habi1a en su vida otras personas como yo. ?Cua1ntas eran? ?Y quie1nes eran? Primero pense1 en Hunter, pero lo exclui1 en seguida: ?a que1 hablar por tele1fono si podi1a verlo en la estancia cuando quisiera? ?Quie1nes eran los otros, en ese caso? Pense1 si con esto liquidaba el asunto telefo1nico. No, no quedaba terminado: subsisti1a el problema de su contestacio1n a mi pregunta precisa. Observe1 con amargura que cuando yo le pregunte1 si habi1a pensado en mi1, despue1s de tantas vaguedades so1lo contesto1: <> Esto de contestar con una pregunta no compromete mucho. En fin, la prueba de que esa respuesta no fue clara era que ella misma, al otro di1a (o esa misma noche) creyo1 necesario responder en forma bien precisa con una carta. <>, me dije. Saque1 la carta del bolsillo y la volvi1 a leer: {Yo tambie1n pienso en usted.} MARI1A La letra era nerviosa o por lo menos era la letra de una persona nerviosa. No es lo mismo, porque, de ser cierto lo primero, manifestaba una emocio1n actual, y por tanto, un indicio favorable a mi problema. Sea como sea, me emociono1 muchi1simo la firma: {Mari1a}. Simplemente {Mari1a}. Esa simplicidad me daba una vaga idea de pertenencia, una vaga idea de que la muchacha estaba ya en mi vida y de que, en cierto modo, me perteneci1a. !Ay! Mis sentimientos de felicidad son tan poco duraderos... Esa impresio1n, por ejemplo, no resisti1a el menor ana1lisis: ?acaso el marido no la llamaba tambie1n Mari1a? Y seguramente Hunter tambie1n la llamari1a asi1, ?de que1 otra manera podi1a llamarla? ?Y las otras personas con las que hablaba a puertas cerradas? Me imagino que nadie habla a puertas cerradas a alguien que respetuosamente dice <>. <>! Ahora cai1a en la cuenta de la vacilacio1n que habi1a tenido la mucama la primera vez que hable1 por tele1fono: !Que1 grotesco! Pensa1ndolo bien, era una prueba ma1s de que ese tipo de llamado no era totalmente novedoso: evidentemente, la primera vez que alguien pregunto1 por la <> la mucama, extran8ada, debio1 forzosamente haber corregido, recalcando lo de {sen8ora}. Pero, naturalmente, a fuerza de repeticiones, la mucama habi1a terminado por encogerse de hombros y pensar que era preferible no meterse en rectificaciones. Vacilo1, era natural; pero no me corrigio1. Volviendo a la carta, reflexione1 que habi1a motivo para una cantidad de deducciones. Empece1 por el hecho ma1s extraordinario: la forma de hacerme llegar la carta. Recorde1 el argumento que me transmitio1 la mucama: <> Era cierto: ni ella me habi1a pedido la direccio1n ni a mi1 se me habi1a ocurrido da1rsela; pero lo primero que yo habri1a hecho en su lugar era buscarla en la gui1a de tele1fonos. No era posible atribuir su actitud a una inconcebible pereza, y entonces era inevitable una conclusio1n: {Mari1a deseaba que yo fuera a la casa y me enfrentase con el marido}. Pero ?por que1? En este punto se llegaba a una situacio1n sumamente complicada: podri1a ser que ella experimentara placer en usar al marido de intermediario; podi1a ser el marido el que experimentase placer; podi1an ser los dos. Fuera de estas posibilidades patolo1gicas quedaba una natural: Mari1a habi1a querido hacerme saber que era casada para que yo viera la inconveniencia de seguir adelante. Estoy seguro de que muchos de los que ahora esta1n leyendo estas pa1ginas se pronunciara1n por esta u1ltima hipo1tesis y juzgara1n que so1lo un hombre como yo puede elegir alguna de las otras. En la e1poca en que yo teni1a amigos, muchas veces se han rei1do de mi mani1a de elegir siempre los caminos ma1s enrevesados: Yo me pregunto {por que1 la realidad ha de ser simple}. Mi experiencia me ha ensen8ado que, por el contrario, casi nunca lo es y que cuando hay algo que parece extraordinariamente claro, una accio1n que al parecer obedece a una causa sencilla, casi siempre hay debajo mo1viles ma1s complejos. Un ejemplo de todos los di1as: la gente que da limosnas; en general, se considera que es ma1s generosa y mejor que la gente que no las da. Me permitire1 tratar con el mayor desde1n esta teori1a simplista. Cualquiera sabe que no se resuelve el problema de un mendigo (de un mendigo aute1ntico) con un peso o un pedazo de pan: solamente se resuelve el problema psicolo1gico del sen8or que compra asi1, por casi nada, su tranquilidad espiritual y su ti1tulo de generoso. Ju1zguese hasta que1 punto esa gente es mezquina cuando no se decide a gastar ma1s de un peso por di1a para asegurar su tranquilidad espiritual y la idea reconfortante y vanidosa de su bondad. !Cua1nta ma1s pureza de espi1ritu y cua1nto ma1s valor se requiere para sobrellevar la existencia de la miseria humana sin esta hipo1crita (y usuaria) operacio1n! Pero volvamos a la carta. Solamente un espi1ritu superficial podri1a quedarse con la misma hipo1tesis, pues se derrumba al menor ana1lisis. <> Muy bonito. Pero ?por que1 en ese caso recurrir a un procedimiento tan engorroso y cruel? ?No podri1a habe1rmelo dicho personalmente y hasta por tele1fono? ?No podri1a haberme escrito, de no tener valor para deci1rmelo? Quedaba todavi1a un argumento tremendo: ?por que1 la carta, en ese caso, no deci1a que era casada, como yo lo podi1a ver, y no rogaba que tomara nuestras relaciones en un sentido ma1s tranquilo? No, sen8ores. Por el contrario, la carta era una carta destinada a consolidar nuestras relaciones, a alentarlas y a conducirlas por el camino ma1s peligroso. Quedaban, al parecer, las hipo1tesis patolo1gicas. ?Era posible que Mari1a sintiera placer en emplear a Allende de intermediario? ?O era e1l quien buscaba esas oportunidades? ?O el destino se habi1a divertido juntando dos seres semejantes? De pronto me arrepenti1 de haber llegado a esos extremos, con mi costumbre de analizar indefinidamente hechos y palabras. Recorde1 la mirada de Mari1a fija en el a1rbol de la plaza, mientras oi1a mis opiniones; recorde1 su timidez, su primera huida. Y una desbordante ternura hacia ella comenzo1 a invadirme. Me parecio1 que era una fra1gil criatura en medio de un mundo cruel, lleno de fealdad y miseria. Senti1 lo que muchas veces habi1a sentido desde aquel momento del salo1n: que era un ser semejante a mi1. Olvide1 mis a1ridos razonamientos, mis deducciones feroces. Me dedique1 a imaginar su rostro, su mirada -esa mirada que me recordaba algo que no podi1a precisar-, su forma profunda y melanco1lica de razonar. Senti1 que el amor ano1nimo que yo habi1a alimentado durante an8os de soledad se habi1a concentrado en Mari1a. ?Co1mo podi1a pensar cosas tan absurdas? Trate1 de olvidar, pues, todas mis estu1pidas deducciones acerca del tele1fono, la carta, la estancia, Hunter. {Pero no pude.} XIV Los di1as siguientes fueron agitados. En mi precipitacio1n no habi1a preguntado cua1ndo volveri1a Mari1a de la estancia; el mismo di1a de mi visita volvi1 a hablar por tele1fono para averiguarlo; la mucama me dijo que no sabi1a nada; entonces le pedi1 la direccio1n de la estancia. Esa misma noche escribi1 una carta desesperada, pregunta1ndole la fecha de su regreso y pidie1ndole que me hablara por tele1fono en cuanto llegase a Buenos Aires o que me escribiese. Fui hasta el Correo Central y la hice certificar, para disminuir al mi1nimo los riesgos. Como deci1a, pase1 unos di1as muy agitados y mil veces volvieron a mi cabeza las ideas oscuras que me atormentaban despue1s de la visita a la calle Posadas. Tuve este suen8o: visitaba de noche una vieja casa solitaria. Era una casa en cierto modo conocida e infinitamente ansiada por mi1 desde la infancia, de manera que al entrar en ella me guiaban algunos recuerdos. Pero a veces me encontraba perdido en la oscuridad o teni1a la impresio1n de enemigos escondidos que podi1an asaltarme por detra1s o de gentes que cuchicheaban y se burlaban de mi1, de mi ingenuidad. ?Quie1nes eran esas gentes y que1 queri1an? Y sin embargo, y a pesar de todo, senti1a que en esa casa renaci1an en mi1 los antiguos amores de la adolescencia, con los mismos temblores y esa sensacio1n de suave locura, de temor y de alegri1a. Cuando me desperte1, comprendi1 que la casa del suen8o era Mari1a. XV En los di1as que precedieron a la llegada de su carta, mi pensamiento era como un explorador perdido en un paisaje neblinoso: aca1 y alla1, con gran esfuerzo, lograba vislumbrar vagas siluetas de hombres y cosas, indecisos perfiles de peligros y abismos. La llegada de la carta fue como la salida del sol. {Pero este sol era un sol negro}, un sol nocturno. No se1 si se puede decir esto, pero aunque no soy escritor y aunque no estoy seguro de mi precisio1n, no retirari1a la palabra nocturno; esta palabra era, quiza1, la ma1s apropiada para Mari1a, entre todas las que forman nuestro imperfecto lenguaje. Esta es la carta que me envio1: {He pasado tres di1as extran8os: el mar, la playa, los caminos me fueron trayendo recuerdos de otros tiempos. No so1lo ima1genes: tambie1n voces, gritos y largos silencios de otros di1as. Es curioso, pero vivir consiste en cons truir futuros recuerdos; ahora mismo, aqui1 frente al mar, se1 que estoy preparando recuerdos minuciosos, que alguna vez me traera1n la melancoli1a y la desesperanza. El mar esta1 ahi1, permanente y rabioso. Mi llanto de entonces, inu1til; tambie1n inu1tiles mis esperas en la playa solitaria, mirando tenazmente al mar. ?Has adivinado y pintado este recuerdo mi1o o has pintado el recuerdo de muchos seres como vos y yo? Pero ahora tu figura se interpone: esta1s entre el mar y yo. Mis ojos encuentran tus ojos. Esta1s quieto y un poco desconsolado, me mira1s como pidiendo ayuda.} MARI1A !Cua1nto la comprendi1a y que1 maravillosos sentimientos crecieron en mi1 con esta carta! Hasta el hecho de tutearme de pronto me dio una certeza de que Mari1a era mi1a. Y solamente mi1a: <>; alli1 no existi1a otro, esta1bamos solos nosotros dos, como lo intui1 desde el momento en que ella miro1 la escena de la ventana. En verdad, ?co1mo podi1a no tutearme si nos conoci1amos desde siempre, desde mil an8os atra1s? Si cuando ella se detuvo frente a mi cuadro y miro1 aquella pequen8a escena sin oi1r ni ver la multitud que nos rodeaba, ya era como si nos hubie1semos tuteado y en seguida supe co1mo era y quie1n era, co1mo yo la necesitaba y co1mo, tambie1n, yo le era necesario. !Ah, y sin embargo te mate1! !Y he sido yo quien te ha matado, yo, que vei1a como a trave1s de un muro de vidrio, sin poder tocarlo, tu rostro mudo y ansioso! !Yo, tan estu1pido, tan ciego, tan egoi1sta, tan cruel! Basta de efusiones. Dije que relatari1a esta historia en forma escueta y asi1 lo hare1. XVI Amaba desesperadamente a Mari1a y no obstante la palabra {amor} no se habi1a pronunciado entre nosotros. Espere1 con ansiedad su retorno de la estancia para deci1rsela. Pero ella no volvi1a. A medida que fueron pasando los di1as, crecio1 en mi1 una especie de locura. Le escribi1 una segunda carta que simplemente deci1a: <> A los dos di1as recibi1, por fin, una respuesta que deci1a estas u1nicas palabras: <> Le conteste1 en el mismo instante: <> Pasaron di1as atroces, pero la contestacio1n de Mari1a no llego1. Desesperado, escribi1: <> Al otro di1a, por tele1fono, oi1 su voz, remota y temblorosa. Excepto la palabra {Mari1a}, pronunciada repetidamente, no atine1 a decir nada, ni tampoco me habri1a sido posible: mi garganta estaba contrai1da de tal modo que no podi1a hablar distintamente. Ella me dijo: -Vuelvo man8ana a Buenos Aires. Te hablare1 apenas llegue. Al otro di1a, a la tarde, me hablo1 desde su casa. -Te quiero ver en seguida -dije. -Si1, nos veremos hoy mismo -respondio1. -Te espero en la plaza San Marti1n -le dije. Mari1a parecio1 vacilar. Luego respondio1: -Preferiri1a en la Recoleta. Estare1 a las ocho. !Co1mo espere1 aquel momento, co1mo camine1 sin rumbo por las calles para que el tiempo pasara ma1s ra1pido! !Que1 ternura senti1a en mi alma, que1 hermosos me pareci1an el mundo, la tarde de verano, los chicos que jugaban en la vereda! Pienso ahora hasta que1 punto el amor enceguece y que1 ma1gico poder de transformacio1n tiene. !La hen mosura del mundo! !Si es para morirse de risa! Habi1an pasado pocos minutos de las ocho cuando vi a Mari1a que se acercaba, busca1ndome en la oscuridad. Era ya muy tarde para ver su cara, pero reconoci1 su manera de caminar. Nos sentamos. Le aprete1 un brazo y repeti1 su nombre insensatamente, muchas veces; no acertaba a decir otra cosa, mientras ella permaneci1a en silencio. -?Por que1 te fuiste a la estancia? -pregunte1 por fin, con violencia-. ?Por que1 me dejaste solo? ?Por que1 dejaste esa carta en tu casa? ?Por que1 no me dijiste que eras casada? Ella no respondi1a. Le estruje1 el brazo. Gimio1. -Me hace1s mal, Juan Pablo -dijo suavemente. -?Por que1 no me deci1s nada? ?Por que1 no responde1s? No deci1a nada. -?Por que1? ?Por que1? Por fin respondio1: -?Por que1 todo ha de tener respuesta? No hablemos de mi1: hablemos de vos, de tus trabajos, de tus preocupaciones. Pense1 constantemente en tu pintura, en lo que me dijiste en la plaza San Marti1n. Quiero saber que1 hace1s ahora, que1 pensa1s, si has pintado o no. Le volvi1 a estrujar el brazo con rabia. -No -le respondi1-. No es de mi1 que deseo hablar: deseo hablar de nosotros dos, necesito saber si me quere1s. Nada ma1s que eso: saber si me quere1s. No respondio1. Desesperado por el silencio y por la oscuridad que no me permiti1a adivinar sus pensamientos a trave1s de sus ojos, encendi1 un fo1sforo. Ella dio vuelta ra1pidamente la cara, escondie1ndola. Le tome1 la cara con mi otra mano y la obligue1 a mirarme: estaba llorando silenciosamente. -Ah... entonces no me quere1s -dije con amargura. Mientras el fo1sforo se apagaba vi, sin embargo, co1mo me miraba con ternura. Luego, ya en plena oscuridad, senti1 que su mano acariciaba mi cabeza. Me dijo suavemente: -Claro que te quiero... ?por que1 hay que decir ciertas cosas? -Si1 -le respondi1-, ?pero co1mo me quere1s? Hav muchas maneras de querer. Se puede querer a un perro, a un chico. Yo quiero decir {amor, verdadero amor, ?entende1s?} Tuve una rara intuicio1n: encendi1 ra1pidamente otro fo1sforo. Tal como lo habi1a intuido, el rostro de Mari1a sonrei1a. Es decir, ya no sonrei1a, pero habi1a estado sonriendo un de1cimo de segundo antes. Me ha sucedido a veces darme vuelta de pronto con la sensacio1n de que me espiaban, no encontrar a nadie y, sin embargo, sentir que la soledad que me rodeaba era reciente y que algo fugaz habi1a desaparecido, como si un leve temblor quedara vibrando en el ambiente. Era algo asi1. -Has estado sonriendo -dije con rabia. -?Sonriendo? -pregunto1 asombrada. -Si1, sonriendo: a mi1 no se me engan8a tan fa1cilmente. Me fijo mucho en los detalles. -?En que1 detalles te has fijado? -pregunto1. -Quedaba algo en tu cara. Rastros de una sonrisa. -?Y de que1 podi1a sonrei1r? -volvio1 a decir con dureza. -De mi ingenuidad, de mi pregunta si me queri1as verdaderamente o como a un chico, que1 se1 yo... Pero habi1as estado sonriendo. De eso no tengo ninguna duda. Mari1a se levanto1 de golpe. -?Que1 pasa? -pregunte1 asombrado. -Me voy -repuso secamente. Me levante1 como un resorte. -?Co1mo, que te vas? -Si1, me voy. -?Co1mo, que te vas? ?Por que1? No respondio1. Casi la sacudi1 con los dos brazos. -?Por que1 te vas? -Temo que tampoco vos me entiendas. Me dio rabia. -?Co1mo? Te pregunto algo que para mi1 es cosa de vida o muerte, en vez de responderme sonrei1s y adema1s te enoja1s. Claro que es para no entenderte. -Imagina1s que he sonrei1do -comento1 con sequedad. -Estoy seguro. -Pues te equivoca1s. Y me duele infinitamente que hayas pensado eso. No sabi1a que1 pensar. En rigor, yo no habi1a visto la sonrisa sino algo asi1 como un rastro en una cara ya seria. -No se1, Mari1a, perdoname -dije abatido-. Pero tuve la seguridad de que habi1as sonrei1do. Me quede1 en silencio; estaba muy abatido. Al rato senti1 que su mano tomaba mi brazo con ternura. Oi1 en seguida su voz, ahora de1bil y dolorida: -?Pero co1mo pudiste pensarlo? -No se1, no se1 -repuse casi llorando. Me hizo sentar nuevamente y me acaricio1 la cabeza como lo habi1a hecho al comienzo. -Te adverti1 que te hari1a mucho mal -me dijo al cabo de unos instantes de silencio-. Ya ves como teni1a razo1n. -Ha sido culpa mi1a -respondi1. -No, quiza1 ha sido culpa mi1a -comento1 pensativamente, como si hablase consigo misma. <>, pense1. -?Que1 es lo extran8o? -pregunto1 Mari1a. Me quede1 asombrado y hasta pense1 (muchos di1as despue1s) que era capaz de leer los pensamientos. Hoy mismo no estoy seguro de que yo haya dicho aquellas palabras en voz alta, sin darme cuenta. -?Que1 es lo extran8o? -volvio1 a preguntarme, porque yo, en mi asombro, no habi1a respondido. -Que1 extran8o lo de tu edad. -?De mi edad? -Si1, de tu edad. ?Que1 edad tene1s? Rio1. -?Que1 edad cree1s que tengo? -Eso es precisamente lo extran8o -respondi1-. La primera vez que te vi me pareciste una muchacha de unos veintise1is an8os. -?Y ahora? -No, no. Ya al comienzo estaba perplejo, porque algo no fi1sico me haci1a pensar... -?Que1 te haci1a pensar? -Me haci1a pensar en muchos an8os. A veces siento como si yo fuera un nin8o a tu lado. -?Que1 edad tene1s vos? -Treinta y ocho an8os. -Sos muy joven, realmente. Me quede1 perplejo. No porque creyera que mi edad fuese excesiva sino porque, a pesar de todo, yo debi1a de tener muchos ma1s an8os que ella; porque, de cualquier modo, no era posible que tuviese ma1s de veintise1is an8os. -Muy joven -repitio1, adivinando quiza1 mi asombro. -Y vos, ?que1 edad tene1s? -insisti1. -?Que1 importancia tiene eso? -respondio1 seriamente. -?Y por que1 has preguntado mi edad? -dije, casi irritado. -Esta conversacio1n es absurda -replico1-. Todo esto es una tonteri1a. Me asombra que te preocupe1s de cosas asi1. ?Yo preocupa1ndome de cosas asi1? ?Nosotros teniendo semejante conversacio1n? En verdad ?co1mo podi1a pasar todo eso? Estaba tan perplejo que habi1a olvidado la causa de la pregunta inicial. No, mejor dicho, no habi1a {investigado} la causa de la pregunta inicial. So1lo en mi casa, horas despue1s, llegue1 a darme cuenta del significado profundo de esta conversacio1n aparentemente tan trivial. XVII Durante ma1s de un mes nos vimos casi todos los di1as. No quiero rememorar en detalle todo lo que sucedio1 en ese tiempo a la vez maravilloso y horrible. Hubo demasiadas cosas tristes para que desee rehacerlas en el recuerdo. Mari1a comenzo1 a venir al taller. La escena de los fo1sforos, con pequen8as variaciones, se habi1a reproducido dos o tres veces y yo vivi1a obsesionado con la idea de que su amor era, en el mejor de los casos, amor de madre o de hermana. De modo que la unio1n fi1sica se me apareci1a como una garanti1a de verdadero amor. Dire1 desde ahora que esa idea fue una de las tantas ingenuidades mi1as, una de esas ingenuidades que seguramente haci1an sonrei1r a Mari1a a mis espaldas. Lejos de tranquilizarme, el amor fi1sico me perturbo1 ma1s, trajo nuevas y torturantes dudas, dolorosas escenas de incomprensio1n, crueles experimentos con Mari1a. Las horas que pasamos en el taller son horas que nunca olvidare1. Mis sentimientos, durante todo ese peri1odo, oscilaron entre el amor ma1s puro y el odio ma1s desenfrenado, ante las contradicciones y las inexplicables actitudes de Mari1a; de pronto me acometi1a la duda de que todo era fingido. Por momentos pareci1a una adolescente pu1dica y de pronto se me ocurri1a que era una mujer cualquiera, y entonces un largo cortejo de dudas desfilaba por mi mente: ?do1nde? ?co1mo? ?quie1nes? ?cua1ndo? En tales ocasiones, no podi1a evitar la idea de que Mari1a representaba la ma1s sutil y atroz de las comedias y de que yo era, entre sus manos, como un ingenuo chiquillo al que se engan8a con cuentos fa1ciles para que coma o duerma. A veces me acometi1a un frene1tico pudor, corri1a a vestirme y luego me lanzaba a la calle, a tomar fresco y a rumiar mis dudas y aprensiones. Otros di1as, en cambio, mi reaccio1n era positiva y brutal: me echaba sobre ella, le agarraba los brazos como con tenazas, se los retorci1a y le clavaba la mirada en sus ojos, tratando de forzarle garanti1as de amor, de {verdadero} amor. Pero nada de todo esto es exactamente lo que quiero decir. Debo confesar que yo mismo no se1 lo que quiero decir con eso del <>, y lo curioso es que, aunque emplee1 muchas veces esa expresio1n en los interrogatorios, nunca hasta hoy me puse a analizar a fondo su sentido. ?Que1 queri1a decir? ?Un amor que incluyera la pasio1n fi1sica? Quiza1 la buscaba en mi desesperacio1n de comunicarme ma1s firmemente con Mari1a. Yo teni1a la certeza de que, en ciertas ocasiones, logra1bamos comunicarnos, pero en forma tan sutil, tan pasajera, tan tenue, que luego quedaba ma1s desesperadamente solo que antes, con esa imprecisa insatisfaccio1n que experimentamos al querer reconstruir ciertos amores de un suen8o. Se1 que, de pronto, logra1bamos algunos momentos de comunio1n. Y el estar juntos atenuaba la melancoli1a que siempre acompan8a a esas sensaciones, seguramente causada por la esencial incomunicabilidad de esas fugaces bellezas. Bastaba que nos mira1ramos para saber que esta1bamos pensando o, mejor dicho, sintiendo lo mismo. Claro que paga1bamos cruelmente esos instantes, porque todo lo que sucedi1a despue1s pareci1a grosero o torpe. Cualquier cosa que hicie1ramos (hablar, tomar cafe1) era doloroso, pues sen8alaba hasta que1 punto eran fugaces esos instantes de comunidad. Y, lo que era mucho peor, causaban nuevos distanciamientos porque yo la forzaba, en la desesperacio1n de consolidar de algu1n modo esa fusio1n, a unirnos corporalmente; so1lo logra1bamos confirmar la imposibilidad de prolongarla o consolidarla mediante un acto material. Pero ella agravaba las cosas porque, quiza1 en su deseo de borrarme esa idea fija, aparentaba sentir un verdadero y casi increi1ble placer; y entonces veni1an las escenas de vestirme ra1pidamente y huir a la calle, o de apretarle brutalmente los brazos y querer forzarle confesiones sobre la veracidad de sus sentimientos y sensaciones. Y todo era tan atroz que cuando ella intui1a que nos acerca1bamos al amor fi1sico, trataba de rehuirlo. Al final habi1a llegado a un completo escepticismo y trataba de hacerme comprender que no solamente era inu1til para nuestro amor sino hasta pernicioso. Con esta actitud so1lo lograba aumentar mis dudas acerca de la naturaleza de su amor, puesto que yo me preguntaba si ella no habri1a estado haciendo la comedia y entonces poder ella argu4ir que el vi1nculo fi1sico era pernicioso y de ese modo evitarlo en el futuro; siendo la verdad que lo detestaba desde el comienzo y, por lo tanto, que era fingido su placer. Naturalmente, sobreveni1an otras peleas y era inu1til que ella tratara de convencerme: so1lo consegui1a enloquecerme con nuevas y ma1s sutiles dudas, y asi1 recomenzaban nuevos y ma1s complicados interrogatorios. Lo que ma1s me indignaba, ante el hipote1tico engan8o, era el haberme entregado a ella completamente indefenso, como una criatura. -Si alguna vez sospecho que me has engan8ado -le deci1a con rabia- te matare1 como a un perro. Le retorci1a los brazos y la miraba fijamente en los ojos, por si podi1a advertir algu1n indicio, algu1n brillo sospechoso, algu1n fugaz destello de ironi1a. Pero en esas ocasiones me miraba asustada como un nin8o, o tristemente, con resignacio1n, mientras comenzaba a vestirse en silencio. Un di1a la discusio1n fue ma1s violenta que de costumbre y llegue1 a gritarle puta. Mari1a quedo1 muda y paralizada. Luego, lentamente, en silencio, fue a vestirse detra1s del biombo de las modelos; y cuando yo, despue1s de luchar entre mi odio y mi arrepentimiento, corri1 a pedirle perdo1n, vi que su rostro estaba empapado en la1grimas. No supe que1 hacer: la bese1 tiernamente en los ojos, le pedi1 perdo1n con humildad, llore1 ante ella, me acuse1 de ser un monstruo cruel, injusto y vengativo. Y eso duro1 mientras ella mostro1 algu1n resto de desconsuelo, pero apenas se calmo1 y comenzo1 a sonrei1r con felicidad, empezo1 a parecerme poco natural que ella no siguiera triste: podi1a tranquilizarse, pero era sumamente sospechoso que se entregase a la alegri1a despue1s de haberle gritado una palabra semejante y comenzo1 a parecerme que cualquier mujer debe sentirse humillada al ser calificada asi1, hasta las propias prostitutas, pero ninguna mujer podri1a volver tan pronto a la alegri1a, {a menos de haber cierta verdad en aquella calificacio1n}. Escenas semejantes se repeti1an casi todos los di1as. A veces terminaban en una calma relativa y sali1amos a caminar por la Plaza Francia como dos adolescentes enamorados. Pero esos momentos de ternura se fueron haciendo ma1s raros y cortos, como inestables momentos de sol en un cielo cada vez ma1s tempestuoso y sombri1o. Mis dudas y mis interrogatorios fueron envolvie1ndolo todo, como una liana que fuera enredando y ahogando los a1rboles de un parque en una monstruosa trama. XVIII Mis interrogatorios, cada di1a ma1s frecuentes y retorcidos, eran a propo1sito de sus silencios, sus miradas, sus palabras perdidas, algu1n viaje a la estancia, sus amores. Una vez le pregunte1 por que1 se haci1a llamar <>, en vez de <>. Sonrio1 y me dijo: -!Que1 nin8o sos! ?Que1 importancia puede tener eso? -Para mi1 tiene mucha importancia -respondi1 examinando sus ojos. -Es una costumbre de familia -me respondio1, abandonando la sonrisa. -Sin embargo -aduje-, la primera vez que hable1 a tu casa y pregunte1 por la <> la mucama vacilo1 un instante antes de responderme. -Te habra1 parecido. -Puede ser. Pero ?por que1 no me corrigio1? Mari1a volvio1 a sonrei1r, esta vez con mayor intensidad. -Te acabo de explicar -dijo- que es costumbre nuestra, de manera que la mucama tambie1n lo sabe. Todos me llaman Mari1a Iribarne. -Mari1a Iribarne me parece natural, pero menos natural me parece que la mucama se extran8e tan poco cuando te llaman <>. -Ah... no me di cuenta de que era eso lo que te sorprendi1a. Bueno, no es lo acostumbrado y quiza1 eso explica la vacilacio1n de la mucama. Se quedo1 pensativa, como si por primera vez advirtiese el problema. -Y, sin embargo, no me corrigio1 -insisti1. -?Quie1n? -pregunto1 ella, como volviendo a la conciencia. -La mucama. No me corrigio1 lo de sen8orita. -Pero, Juan Pablo, todo eso no tiene absolutamente ninguna importancia y no se1 que1 quere1s demostrar. -Quiero demostrar que probablemente no era la primera vez que se te llamaba sen8orita. La primera vez la mucama habri1a corregido. Mari1a se echo1 a rei1r. -Sos completamente fanta1stico -dijo casi con alegri1a, acaricia1ndome con ternura. Permaneci1 serio. -Adema1s -prosegui1-, cuando me atendiste por primera vez tu voz era neutra, casi oficinesca, hasta que cerraste la puerta. Luego seguiste hablando con voz tierna. ?Por que1 ese cambio? -Pero, Juan Pablo -respondio1, ponie1ndose seria-, ?co1mo podi1a hablarte asi1 delante de la mucama? -Si1, eso es razonable; pero dijiste: <>. Esa frase no podi1a referirse a mi1, puesto que era la primera vez que te hablaba. Tampoco se podi1a referir a Hunter, puesto que lo pode1s ver cuantas veces quieras en la estancia. Me parece evidente que debe de haber otras personas que te hablan o que te hablaban. ?No es sasi1? Mari1a me miro1 con tristeza. -En vez de mirarme con tristeza podri1as contestar -comente1 con irritacio1n. -Pero, Juan Pablo, todo lo que esta1s diciendo es una puerilidad. Claro que hablan otras personas: primos, amigos de la familia, mi madre, que1 se1 yo... -Pero me parece que para conversaciones de ese tipo no hav necesidad de esconderse. -!Y quie1n te autoriza a decir que yo me escondo! -respondio1 con violencia. -No te excites. Vos misma me has hablado en una oportunidad de un tal Richard, que no era ni primo, ni amigo de la familia, ni tu madre. Mari1a quedo1 muy abatida. -Pobre Richard -comento1 dulcemente. -?Por que1 pobre? -Sabe1s bien que se suicido1 y que en cierto modo yo tengo algo de culpa. Me escribi1a cartas terribles, pero nunca pude hacer nada por e1l. Pobre, pobre Richard. -Me gustari1a que me mostrases alguna de esas cartas. -?Para que1, si ya ha muerto? -No importa, me gustari1a lo mismo. -Las queme1 todas. -Podi1as haber dicho de entrada que las habi1as quemado. En cambio me dijiste <> Siempre lo mismo. Adema1s ?Por que1 las quemaste, si es que verdaderamente lo has hecho? La otra vez me confesaste que guarda1s todas tus cartas de amor. Las cartas de ese Richard debi1an de ser muy comprometedoras para que hayas hecho eso. ?O no? -No las queme1 porque fueran comprometedoras, sino porque eran tristes. Me deprimi1an. -?Por que1 te deprimi1an? -No se1... Richard era un hombre depresivo. Se pareci1a mucho a vos. -?Estuviste enamorada de e1l? -Por favor... -?Por favor que1? -Pero no, Juan Pablo. Tene1s cada idea... -No veo que sea descabellada. Se enamora, te escribe cartas tan tremendas que juzga1s mejor quemarlas, se suicida y pensa1s que mi idea es descabellada. ?Por que1? -Porque a pesar de todo nunca estuve enamorada de e1l. -?Por que1 no? -No se1, verdaderamente. Quiza1 porque no era mi tipo. -Dijiste que se pareci1a a mi1. -Por Dios, quise decir que se pareci1a a vos en cierto sentido, pero no que fuera {ide1ntico}. Era un hombre incapaz de crear nada, era destructivo, teni1a una inteligencia mortal, era un nihilista. Algo asi1 como tu parte negativa. -Esta1 bien. Pero sigo sin comprender la necesidad de quemar las cartas. -Te repito que las queme1 porque me deprimi1an. -Pero podi1as tenerlas guardadas sin leerlas. Eso so1lo prueba que las relei1ste hasta quemarlas. Y si las relei1as seri1a por algo, por algo que deberi1a atraerte en e1l. -Yo no he dicho que no me atrajese. -Dijiste que no era tu tipo. -Dios mi1o, Dios mi1o. La muerte tampoco es mi tipo y no obstante muchas veces me atrae. Richard me atrai1a casi como me atrae la muerte o la nada. Pero creo que uno no debe entregarse pasivamente a esos sentimientos. Por eso tal vez no lo quise. Por eso queme1 sus cartas. Cuando murio1, decidi1 destruir todo lo que prolongaba su existencia. Quedo1 deprimida y no pude lograr una palabra ma1s acerca de Richard. Pero debo agregar que no era ese hombre el que ma1s me torturo1, porque al fin y al cabo de e1l llegue1 a saber bastante. Eran las personas desconocidas, las sombras que jama1s menciono1 y que, sin embargo, yo senti1a moverse silenciosa y oscuramente en su vida. Las peores cosas de Mari1a las imaginaba precisamente con esas sombras ano1nimas. Me torturaba y au1n hoy me tortura una palabra que se escapo1 de sus labios en un momento de placer fi1sico. Pero de todos aquellos complejos interrogatorios, hubo uno que echo1 tremenda luz acerca de Mari1a y su amor. XIX Naturalmente, puesto que se habi1a casado con Allende, era lo1gico pensar que alguna vez debio1 sentir algo por ese hombre. Debo decir que este problema, que podri1amos llamar <>, fue uno de los que ma1s me obsesionaron. Eran varios los enigmas que queri1a dilucidar, pero sobre todo estos dos: ?lo habi1a querido en alguna oportunidad?, ?lo queri1a todavi1a? Estas dos preguntas no se podi1an tomar en forma aislada: estaban vinculadas a otras: si no queri1a a Allende, ?a quie1n queri1a? ?A mi1? ?A Hunter? ?A alguno de esos misteriosos personajes del tele1fono? ?O bien era posible que quisiera a distintos seres de manera diferente, como pasa en ciertos hombres? Pero tambie1n {era posible que no quisiera a nadie} y que sucesivamente nos dijese a cada uno de nosotros, pobres diablos, chiquilines, que e1ramos {el u1nico} y que los dema1s eran simples sombras, seres con quienes manteni1a una relacio1n superficial o aparente. Un di1a decidi1 aclarar el problema Allende. Comence1 pregunta1ndole por que1 se habi1a casado con e1l. -Lo queri1a -me respondio1. -Entonces ahora no lo quere1s. -Yo no he dicho que haya dejado de quererlo -respondio1. -Dijiste <>. No dijiste <>. -Hace1s siempre cuestiones de palabras y retorce1s todo hasta lo increi1ble -protesto1 Mari1a-. Cuando dije que me habi1a casado porque lo queri1a no quise decir que ahora no lo quiera. -Ah, entonces lo quere1s a e1l -dije ra1pidamente, como queriendo encontrarla en falta respecto a declaraciones hechas en interrogatorios anteriores. Callo1. Pareci1a abatida. -?Por que1 no responde1s? -pregunte1. -Porque me parece inu1til. Este dia1logo lo hemos tenido muchas veces en forma casi ide1ntica. -No, no es lo mismo que otras veces. Te he preguntado si ahora lo quere1s a Allende y me has dicho que si1. Me parece recordar que en otra oportunidad, en el puerto, me dijiste que yo era la primera persona que habi1as querido. Mari1a volvio1 a quedar callada. Me irritaba en ella que no solamente era contradictoria sino que costaba un enorme esfuerzo sacarle una declaracio1n cualquiera. -?Que1 contesta1s a eso? -volvi1 a interrogar. -Hay muchas maneras de amar y de querer -respondio1, cansada-. Te imaginara1s que ahora no puedo seguir queriendo a Allende como hace an8os, cuando nos casamos, de la misma manera. -?De que1 manera? -?Co1mo, de que1 manera? Sabe1s lo que quiero decir. -No se1 nada. -Te lo he dicho muchas veces. -Lo has dicho, pero no lo has explicado nunca. -!Explicado! -exclamo1 con amargura-. Vos has dicho mil veces que hay muchas cosas que no admiten explicacio1n y ahora me deci1s que explique algo tan complejo. Te he dicho mil veces que Allende es un gran compan8ero mi1o, que lo quiero como a un hermano, que lo cuido, que tengo una gran ternura por e1l, una gran admiracio1n por la serenidad de su espi1ritu, que me parece muy superior a mi1 en todo sentido, que a su lado me siento un ser mezquino y culpable. ?Co1mo pode1s imaginar, pues, que no lo quiera? -No soy yo el que ha dicho que no lo quieras. Vos misma me has dicho que ahora no es como cuando te casaste. Quiza1 debo concluir que cuando te casaste lo queri1as como deci1s que ahora me quere1s a mi1. Por otro lado, hace unos di1as, en el puerto, me dijiste que yo era la primera persona a la que habi1as querido verdaderamente. Mari1a me miro1 tristemente. -Bueno, dejemos de lado esta contradiccio1n -prosegui1-. Pero volvamos a Allende. Deci1s que lo quere1s como a un hermano. Ahora necesito que me responda1s a una sola pregunta: ?te acosta1s con e1l? Mari1a me miro1 con mayor tristeza. Estuvo un rato callada y al cabo me pregunto1 con voz muy dolorida: -?Es necesario que responda tambie1n a eso? -Si1, es absolutamente necesario- le dije con dureza. -Me parece horrible que me interrogue1s de este modo. -Es muy sencillo: tene1s que decir {si1} o {no}. -La respuesta no es tan simple: se puede hacer y no hacer. -Muy bien -conclui1 fri1amente-. Eso quiere decir que si1. -Muy bien: si1. -Entonces lo desea1s. Hice esta afirmacio1n mirando cuidadosamente sus ojos; la haci1a con mala intencio1n; era o1ptima para sacar una serie de conclusiones. No es que yo creyera que lo desease realmente (aunque tambie1n eso era posible dado el temperamento de Mari1a), sino que queri1a forzarle a aclarar eso de <>. Mari1a, tal como yo lo esperaba, tardo1 en responder. Seguramente, estuvo pensando las palabras. Al fin dijo: -He dicho que me acuesto con e1l, no que lo desee. -!Ah! -exclame1 triunfante-. !Eso quiere decir que lo haces sin desearlo pero {hacie1ndole creer que lo desea1s}! Mari1a quedo1 demudada. Por su rostro comenzaron a caer la1grimas silenciosas. Su mirada era como de vidrio triturado. -Yo no he dicho eso -murmuro1 lentamente. -Porque es evidente -prosegui1 implacable- que si demostrases no sentir nada, no desearlo, ni demostrases que la unio1n fi1sica es un sacrificio que hace1s en honor a su carin8o, a tu admiracio1n por su espi1ritu superior, etce1tera, Allende no volveri1a a acostarse jama1s con vos. En otras palabras: el hecho de que siga hacie1ndolo demuestra que sos capaz de engan8arlo no so1lo acerca de tus sentimientos sino hasta de tus sensaciones. Y que sos capaz de una imitacio1n perfecta del placer. Mari1a lloraba en silencio y miraba hacia el suelo. -Sos increi1blemente cruel -pudo decir, al fin. -Dejemos de lado las consideraciones de formas: me interesa el fondo. El fondo es que sos capaz de engan8ar tos sino tambie1n de tus sensaciones. La conclusio1n podri1a inferirla un aprendiz: ?por que1 no has de engan8arme a mi1 tambie1n? Ahora comprendera1s por que1 muchas veces te he indagado la veracidad de tus sensaciones. Siempre recuerdo co1mo el padre de Desde1mona advirtio1 a Otelo que una mujer que habi1a engan8ado al padre podi1a engan8ar a otro hombre. Y a mi1 nada me ha podido sacar de la cabeza este hecho: el que has estado engan8ando constantemente a Allende, durante an8os. Por un instante, senti1 el deseo de llevar la crueldad hasta el ma1ximo y agregue1, aunque me daba cuenta de su vulgaridad y torpeza: -Engan8ando a un ciego. XX Ya antes de decir esta frase estaba un poco arrepentido: debajo del que queri1a decirla y experimentar una perversa satisfaccio1n, un ser ma1s puro y ma1s tierno se disponi1a a tomar la iniciativa en cuanto la crueldad de la frase hiciese su efecto y, en cierto modo, ya silenciosamente, habi1a tomado el partido de Mari1a antes de pronunciar esas palabras estu1pidas e inu1tiles (?que1 podi1a lograr, en efecto, con ellas?). De manera que, apenas comenzaron a salir de mis labios, ya ese ser de abajo las oi1a con estupor, como si a pesar de todo no hubiera crei1do seriamente en la posibilidad de que el otro las pronunciase. Y a medida que salieron, comenzo1 a tomar el mando de mi conciencia y de mi voluntad y casi llega su decisio1n a tiempo para impedir que la frase saliera completa. Apenas terminada (porque a pesar de todo termine1 la frase), era totalmente duen8o de mi1 y ya ordenaba pedir perdo1n, humillarme delante de Mari1a, reconocer mi torpeza y mi crueldad. !Cua1ntas veces esta maldita divisio1n de mi conciencia ha sido la culpable de hechos atroces! Mientras una parte me lleva a tomar una hermosa actitud, la otra denuncia el fraude, la hipocresi1a y la falsa generosidad; mientras una me lleva a insultar a un ser humano, la otra se conduele de e1l y me acusa a mi1 mismo de lo que denuncio en los otros; mientras una me hace ver la belleza del mundo, la otra me sen8ala su fealdad y la ridiculez de todo sentimiento de felicidad. En fin, ya era tarde, de todos modos, para cerrar la herida abierta en el alma de Mari1a (y esto me lo aseguraba sordamente, con remota, satisfecha malevolencia el otro yo que ahora estaba hundido alla1, en una especie de inmunda cueva), ya era irremediablemente tarde. Mari1a se incorporo1 en silencio, con infinito cansancio, mientras su mirada (!co1mo la conoci1a!) levantaba el puente levadizo que a veces tendi1a entre nuestros espi1ritus: ya era la mirada dura de unos ojos impenetrables. De pronto me acometio1 la idea de que ese puente se habi1a levantado para siempre y en la repentina desesperacio1n no vacile1 en someterme a las humillaciones ma1s grandes: besar sus pies, por ejemplo. So1lo logre1 que me mirara con piedad y que sus ojos se ablandasen por un instante. Pero de piedad, so1lo de piedad. Mientras sali1a del taller y me aseguraba, una vez ma1s, que no me guardaba rencor, yo me hundi1 en una aniquilacio1n total de la voluntad. Quede1 sin atinar a nada, en medio del taller, mirando como un alelado un punto fijo. Hasta que, de pronto, tuve conciencia de que debi1a hacer una serie de cosas. Corri1 a la calle, pero Mari1a ya no se vei1a por ningu1n lado. Corri1 a su casa en un taxi, porque supuse que ella no iri1a directamente y, por lo tanto, esperaba encontrarla a su llegada. Espere1 en vano durante ma1s de una hora. Hable1 por tele1fono desde un cafe1: me dijeron que no estaba y que no habi1a vuelto desde las cuatro (la hora en que habi1a salido para mi taller). Espere1 varias horas ma1s. Luego volvi1 a hablar por tele1fono: me dijeron que Mari1a no iri1a a la casa hasta la noche. Desesperado, sali1 a buscarla por todas partes, es decir, por los lugares en que habitualmente nos encontra1bamos o camina1bamos: la Recoleta, la Avenida Centenario, la Plaza Francia, Puerto Nuevo. No la vi por ningu1n lado, hasta que comprendi1 que lo ma1s probable era, precisamente, que caminara por cualquier parte menos por los lugares que le recordasen nuestros mejores momentos. Corri1 de nuevo hasta su casa, pero era muy tarde y probablemente ya hubiera entrado. Telefonee1 nuevamente: en efecto, habi1a vuelto; pero me dijeron que estaba en cama y que le era imposible atender el tele1fono. Habi1a dado mi nombre, sin embargo. Algo se habi1a roto entre nosotros. XXI Volvi1 a casa con la sensacio1n de una absoluta soledad. Generalmente, esa sensacio1n de estar solo en el mundo aparece mezclada a un orgulloso sentimiento de superioridad: desprecio a los hombres, los veo sucios, feos, incapaces, a1vidos, groseros, mezquinos; mi soledad no me asusta, es casi oli1mpica. Pero en aquel momento, como en otros semejantes, me encontraba solo como consecuencia de mis peores atributos, de mis bajas acciones. En esos casos siento que el mundo es despreciable, pero comprendo que yo tambie1n formo parte de e1l; en esos instantes me invade una furia de aniquilacio1n, me dejo acariciar por la tentacio1n del suicidio, me emborracho, busco a las prostitutas. Y siento cierta satisfaccio1n en probar mi propia bajeza y en verificar que no soy mejor que los sucios monstruos que me rodean. Esa noche me emborrache1 en un cafeti1n del bajo. Estaba en lo peor de mi borrachera cuando senti1 tanto asco de la mujer que estaba conmigo y de los marineros que me rodeaban que sali1 corriendo a la calle. Camine1 por Viamonte y descendi1 hasta los muelles. Me sente1 por ahi1 y llore1. El agua sucia, abajo, me tentaba constantemente: ?para que1 sufrir? El suicidio seduce por su facilidad de aniquilacio1n: en un segundo, todo este absurdo universo se derrumba como un gigantesco simulacro, como si la solidez de sus rascacielos, de sus acorazados, de sus tanques, de sus prisiones no fuera ma1s que una fantasmagori1a, sin ma1s solidez que los rascacielos, acorazados, tanques y prisiones de una pesadilla. La vida aparece a la luz de este razonamiento como una larga pesadilla, de la que, sin embargo, uno puede liberarse con la muerte, que seri1a, asi1, una especie de despertar. ?Pero despertar a que1? Esa irresolucio1n de arrojarse a la nada absoluta y eterna me ha detenido en todos los proyectos de suicidio. A pesar de todo, el hombre tiene tanto apego a lo que existe, que prefiere finalmente soportar su imperfeccio1n y el dolor que causa su fealdad, antes que aniquilar la fantasmagori1a con un acto de propia voluntad. Y suele resultar, tambie1n, que cuando hemos llegado hasta ese borde de la desesperacio1n que precede al suicidio, por haber agotado el inventario de todo lo que es malo y haber llegado al punto en que el mal es insuperable, cualquier elemento bueno, por pequen8o que sea, adquiere un desproporcionado valor, termina por hacerse decisivo y nos aferramos a e1l como nos agarrari1amos desesperadamente de cualquier hierba ante el peligro de rodar en un abismo. Era casi de madrugada cuando decidi1 volver a casa. No recuerdo co1mo, pero a pesar de esa decisio1n (que recuerdo perfectamente), me encontre1 de pronto frente a la casa de Allende. Lo curioso es que no recuerdo los hechos intermedios. Me veo sentado en los muelles, mirando el agua sucia y pensando: <> y luego me veo frente a la casa de Allende, observando el quinto piso. ?Para que1 mirari1a? Era absurdo imaginar que a esas horas pudiera verla de algu1n modo. Estuve largo rato, estupefacto, hasta que se me ocurrio1 una idea: baje1 hasta la avenida, busque1 un cafe1 y llame1 por tele1fono. Lo hice sin pensar que1 diri1a para justificar un llamado a semejante hora. Cuando me atendieron, despue1s de haber llamado durante unos cinco minutos, me quede1 paralizado, sin abrir la boca. Colgue1 el tubo, despavorido, sali1 del cafe1 y comence1 a caminar al azar. De pronto me encontre1 nuevamente en el cafe1. Para no llamar la atencio1n, pedi1 una ginebra y mientras la bebi1a me propuse Al cabo de un tiempo bastante largo me encontre1 por fin en el taller. Me eche1, vestido, sobre la cama y me dormi1. XXII Desperte1 tratando de gritar y me encontre1 de pie en medio del taller. Habi1a son8ado esto: teni1amos que ir, varias personas, a la casa de un sen8or que nos habi1a citado. Llegue1 a la casa, que desde afuera pareci1a como cualquier otra, y entre1. Al entrar tuve la certeza instanta1nea de que no era asi1, de que era diferente a las dema1s. El duen8o me dijo. -Lo estaba esperando. Intui1 que habi1a cai1do en una trampa y quise huir. Hice un enorme esfuerzo, pero era tarde: mi cuerpo ya no me obedeci1a. Me resigne1 a presenciar lo que iba a pasar, como si fuera un acontecimiento ajeno a mi persona. El hombre aquel comenzo1 a transformarme en pa1jaro, en un pa1jaro de taman8o humano. Empezo1 por los pies: vi co1mo se converti1an poco a poco en unas patas de gallo o algo asi1. Despue1s siguio1 la transformacio1n de todo el cuerpo, hacia arriba, como sube el agua en un estanque. Mi u1nica esperanza estaba ahora en los amigos, que inexplicablemente no habi1an llegado. Cuando por fin llegaron, sucedio1 algo que me horrorizo1: no notaron mi transformacio1n. Me trataron como siempre, lo que probaba que me vei1an como siempre. Pensando que el mago los ilusionaba de modo que me vieran como una persona normal, decidi1 referir lo que me habi1a hecho. Aunque mi propo1sito era referir el feno1meno con tranquilidad, para no agravar la situacio1n irritando al mago con una reaccio1n demasiado violenta (lo que podri1a inducirlo a hacer algo todavi1a peor), comence1 a contar todo a gritos. Entonces observe1 dos hechos asombrosos: la frase que queri1a pronunciar salio1 convertida en un a1spero chillido de pa1jaro, un chillido desesperado y extran8o, quiza1 por lo que encerraba de humano; y, lo que era infinitamente peor, mis amigos no oyeron ese chillido, como no habi1an visto mi cuerpo de gran pa1jaro; por el contrario, pareci1an oi1r mi voz habitual diciendo cosas habituales, porque en ningu1n momento mostraron el menor asombro. Me calle1, espantado. El duen8o de casa me miro1 entonces con un sarca1stico brillo en sus ojos, casi imperceptible y en todo caso so1lo advertido por mi1. Entonces comprendi1 que {nadie, nunca}, sabri1a que yo habi1a sido transformado en pa1jaro. Estaba perdido para siempre y el secreto iri1a conmigo a la tumba. XXIII Como dije, cuando desperte1 estaba en medio de la habitacio1n, de pie, ban8ado en un sudor fri1o. Mire1 el reloj: eran las diez de la man8ana. Corri1 al tele1fono. Me dijeron que se habi1a ido a la estancia. Quede1 anonadado. Durante largo tiempo permaneci1 echado en la cama, sin decidirme a nada, hasta que resolvi1 escribirle una carta. No recuerdo ahora las palabras exactas de aquella carta, que era muy larga, pero ma1s o menos le deci1a que me perdonase, que yo era una basura, que no mereci1a su amor, que estaba condenado, con justicia, a morir en la soledad ma1s absoluta. Pasaron di1as atroces, sin que llegara respuesta. Le envie1 una segunda carta y luego una tercera y una cuarta, diciendo siempre lo mismo, pero cada vez con mayor desolacio1n. En la u1ltima, decidi1 relatarle todo lo que habi1a pasado aquella noche que siguio1 a nuestra separacio1n. No escatime1 detalle ni bajeza, como tampoco deje1 de confesarle la tentacio1n de suicidio. Me dio vergu4enza usar eso como arma, pero la use1. Debo agregar que mientras describi1a mis actos ma1s bajos y la desesperacio1n de mi soledad en la noche, frente a su casa de la calle Posadas, senti1a ternura para conmigo mismo y hasta llore1 de compasio1n. Teni1a muchas esperanzas de que Mari1a sintiese algo parecido al leer la carta y con esa esperanza me puse bastante alegre. Cuando despache1 la carta, certificada, estaba francamente optimista. A vuelta de correo llego1 una carta de Mari1a, llena de ternura. Senti1 que algo de nuestros primeros instantes de amor volveri1a a reproducirse, si no con la maravillosa transparencia original, al menos con algunos de sus atributos esenciales, asi1 como un rey es siempre un rey, aunque vasallos infieles y pe1rfidos lo hayan momenta1neamente traicionado y enlodado. Queri1a que fuera a la estancia. Como un loco, prepare1 una valija, una caja de pinturas y corri1 a la estacio1n Constitucio1n. XXIV La estacio1n {Allende} es una de esas estaciones de campo con unos cuantos paisanos, un jefe en mangas de camisa, una volanta y unos tarros de leche. Me irritaron dos hechos: la ausencia de Mari1a y la presencia de un chofer. Apenas descendi1, se me acerco1 y me pregunto1: -?Usted es el sen8or Castel? -No -respondi1 serenamente-. No soy el sen8or Castel. En seguida pense1 que iba a ser difi1cil esperar en la estacio1n el tren de vuelta; podri1a tardar medio di1a o cosa asi1. Resolvi1, con malhumor, reconocer mi identidad. -Si1, -agregue1, casi inmediatamente-, soy el sen8or Castel. El chofer me miro1 con asombro. -Tome -le dije, entrega1ndole mi valija y mi caja de pintura. Caminamos hasta el auto. -La sen8ora Mari1a ha tenido una indisposicio1n -me explico1 el hombre. <>, murmure1 con sorna. !Co1mo conoci1a esos subterfugios! Nuevamente me acometio1 la idea de volverme a Buenos Aires, pero ahora, adema1s de la espera del tren habi1a otro hecho: la necesidad de convencer al chofer de que yo no era, efectivamente, Castel o, quiza1, la necesidad de convencerlo de que, si bien era el sen8or Castel, no era loco. Medite1 ra1pidamente en las diferentes posibilidades que se me presentaban y llegue1 a la conclusio1n de que, en cualquier caso, seri1a difi1cil convencer al chofer. Decidi1 dejarme arrastrar a la estancia. Adema1s, ?que1 pasari1a en caso de volverme? Era fa1cil de prever porque seri1a la repeticio1n de muchas situaciones anteriores: me quedari1a con mi rabia, aumentada por la imposibilidad de descargarla en Mari1a, sufriri1a horriblemente por no verla, no podri1a trabajar, y todo en honor a una hipote1tica mortificacio1n de Mari1a. Y digo {hipote1tica} porque jama1s pude comprobar si verdaderamente la mortificaban esa clase de represalias. Hunter teni1a cierto parecido con Allende (creo haber dicho ya que son primos); era alto, moreno, ma1s bien flaco; pero de mirada escurridiza. <>, pense1. Este pensamiento me alegro1 (al menos asi1 lo crei1 en ese instante). Me recibio1 con una cortesi1a iro1nica y me presento1 a una mujer flaca que fumaba con una boquilla largui1sima. Teni1a acento parisiense, se llamaba Mimi1 Allende, era malvada y miope. ?Pero do1nde diablos se habri1a metido Mari1a? ?Estari1a indispuesta de verdad, entonces? Yo estaba tan ansioso que me habi1a olvidado casi de la presencia de esos entes. Pero al recordar de pronto mi situacio1n, me di bruscamente vuelta, en direccio1n a Hunter, para {controlarlo}. Es un me1todo que da excelentes resultados con individuos de este ge1nero. Hunter estaba escruta1ndome con ojos iro1nicos, que trato1 de cambiar instanta1neamente. -Mari1a tuvo una indisposicio1n y se ha recostado -dijo-. Pero creo que bajara1 pronto. Me maldije mentalmente por distraerme: con aquella gente era necesario estar en constante guardia; adema1s, teni1a el firme propo1sito de levantar un censo de sus formas de pensar, de sus chistes, de sus reacciones, de sus sentimientos: todo me era de gran utilidad con Mari1a. Me dispuse, pues, {a escuchar y ver} y trate1 de hacerlo en el mejor estado de a1nimo posible. Volvi1 a pensar que me alegraba el aspecto de general hipocresi1a de Hunter y la flaca. Sin embargo, mi estado de a1nimo era sombri1o. -Asi1 que usted es pintor -dijo la mujer miope, mira1ndome con los ojos semicerrados, como se hace cuando hay viento con tierra. Ese gesto, provocado seguramente por su deseo de mejorar la miopi1a sin anteojos (como si con anteojos pudiera ser ma1s fea) aumentaba su aire de insolencia e hipocresi1a. -Si1, sen8ora -respondi1 con rabia-. Teni1a la certeza de que era sen8orita. -Castel es un magni1fico pintor -explico1 el otro. Despue1s agrego1 una serie de idioteces a manera de elogio, repitiendo esas pavadas que los cri1ticos escribi1an sobre mi1 cada vez que habi1a una exposicio1n: <>, etce1tera. No puedo negar que al repetir esos lugares comunes revelaba cierto sentido del humor. Vi que Mimi1 volvi1a a examinarme con los ojitos semicerrados y me puse bastante nervioso, pensando que hablari1a de mi1. Au1n no la conoci1a bien. -?Que1 pintores prefiere? -me pregunto1 como quien esta1 tomando examen. No, ahora que recuerdo, eso me lo pregunto1 despue1s que bajamos. Apenas me presento1 a esa mujer, que estaba sentada en el jardi1n, cerca de una mesa donde se habi1an puesto las cosas para el te1, Hunter me llevo1 adentro, a la pieza que me habi1an destinado. Mientras subi1amos (la casa teni1a dos pisos) me explico1 que la casa, con algunas mejoras, era casi la misma que habi1a construido el abuelo en el viejo casco de la estancia del bisabuelo. <>, pensaba yo. Era evidente que el tipo queri1a mostrarse sencillo y franco, aunque ignoro con que1 objeto. Mientras e1l deci1a algo de un reloj de sol o de algo con sol, yo pensaba que Mari1a quiza1 debi1a estar en alguna de las habitaciones de arriba. Quiza1 por mi cara escrutadora, Hunter me dijo: -Aca1 hay varios dormitorios. En realidad la casa es bastante co1moda, aunque esta1 hecha con un criterio muy gracioso. Recorde1 que Hunter era arquitecto. Habri1a que ver que1 entendi1a por construcciones no graciosas. -Este es el viejo dormitorio del abuelo y ahora lo ocupo yo -me explico1 sen8alando el del medio, que estaba frente a la escalera. Despue1s me abrio1 la puerta de un dormitorio. -Este es su cuarto -explico1. Me dejo1 solo en la pieza y dijo que me esperari1a abajo para el te1. Apenas quede1 solo, mi corazo1n comenzo1 a latir con fuerza pues pense1 que Mari1a podri1a estar en cualquiera de esos dormitorios, quiza1 en el cuarto de al lado. Parado en medio de la pieza, no sabi1a que1 hacer. Tuve una idea: me acerque1 a la pared que daba al otro dormitorio (no al de Hunter) y golpee1 suavemente con mi pun8o. Espere1 respuesta, pero no me contesto1. Sali1 al corredor, mire1 si no habi1a nadie, me acerque1 a la puerta de al lado y mientras senti1a una gran agitacio1n levante1 el pun8o para golpear. No tuve valor y volvi1 casi corriendo a mi cuarto. Despue1s decidi1 bajar al jardi1n. Estaba muy desorientado. XXV Fue una vez en la mesa que la flaca me pregunto1 a que1 pintores preferi1a. Cite1 torpemente algunos nombres: Van Gogh, el Greco. Me miro1 con ironi1a y dijo, como para si1: -{Tiens.} Despue1s agrego1: -A mi1 me disgusta la gente demasiado grande. Te dire1 -prosiguio1 dirigie1ndose a Hunter- que esos tipos como Miguel Angel o el Greco me molestan. !Es tan agresiva la grandeza y el dramatismo! ?No crees que es casi mala educacio1n? Yo creo que el artista deberi1a imponerse el deber de no llamar jama1s la atencio1n. Me indignan los excesos de dramatismo y de originalidad. Fi1jate que ser original es en cierto modo estar poniendo de manifiesto la mediocridad de los dema1s, lo que me parece de gusto muy dudoso. Creo que si yo pintase o escribiese hari1a cosas que no llamasen la atencio1n en ningu1n momento. -No lo pongo en duda -comento1 Hunter con malignidad. Despue1s agrego1: -Estoy seguro de que no te gustari1a escribir, por ejemplo, {Los hermanos Karamazov}. -{Quelle horreur!} -exclamo1 Mimi1, dirigiendo los ojitos hacia el cielo. Despue1s completo1 su pensamiento-: Todos parecen {nouveaux-riches} de la conciencia, incluso ese {moine}, ?co1mo se llama?..., {Zozime}. -?Por que1 no deci1s Zo1zimo, Mimi1? A menos que te decidas a decirlo en ruso. -Ya empiezas con tus tonteri1as puristas. Ya sabes que los nombres rusos pueden decirse de muchas maneras. Como deci1a aquel personaje de una {farce}: <> -Sera1 por eso -comento1 Hunter- que en una traduccio1n espan8ola que acabo de leer (directa del ruso, segu1n la editorial) ponen Tolstoi con die1resis en la {i}. -!Ay!, me encantan esas cosas -comento1 alegremente Mimi1-. Yo lei1 una vez una traduccio1n francesa de Tche1khov donde te encontrabas, por ejemplo, con una palabra como {ichvochnik} (o algo por el estilo) y habi1a una llamada. Te ibas al pie de la pa1gina y te encontrabas con que significaba, pongo por caso, {porteur}. Imagi1nate que en ese caso no se explica uno por que1 no ponen en ruso tembie1n palabras como {malgre1} o {avant}. ?No te parece? Te dire1 que las cosas de los traductores me encantan, sobre todo cuando son novelas rusas. ?Usted aguanta una novela rusa? Esta u1ltima pregunta la dirigio1 imprevistamente a mi1, pero no espero1 respuesta y siguio1 diciendo, mirando de nuevo a Hunter: -Fi1jate que nunca he podido acabar una novela rusa. Son tan trabajosas... Aparecen millares de tipos y al final resulta que no son ma1s que cuatro o cinco. Pero claro, cuando te empiezas a orientar con un sen8or que se llama Alexandre, luego resulta que se llama Sacha y luego Sachka y luego Sachenka, y de pronto algo grandioso como Alexandre Alexandrovitch Bunine y ma1s tarde es simplemente Alexandre Alexandrovitch. Apenas te has orientado, ya te despistan nuevamente. Es cosa de no acabar: cada personaje parece una familia. No me vas a decir que no es agotador, mismo para ti. -Te vuelvo a repetir, Mimi1, que no hay motivos para que digas los nombres rusos en france1s. ?Por que1 en vez de decir Tche1khov no deci1s Che1jov, que se parece ma1s al original? Adema1s, ese <> es un horrendo galicismo. -Por favor -suplico1 Mimi1-, no te pongas tan aburrido, Luisito. ?Cua1ndo aprendera1s a disimular tus conocimientos? Eres tan abrumador, tan {e1puisant}..., ?no le parece? -concluyo1 de pronto, dirigie1ndose a mi1. -Si1 -respondi1 casi sin darme cuenta de lo que deci1a. Hunter me miro1 con ironi1a. Yo estaba horriblemente triste. Despue1s dicen que soy impaciente. Todavi1a hoy me admira que haya oi1do con tanta atencio1n todas esas idioteces y, sobre todo, que las recuerde con tanta fidelidad. Lo curioso es que mientras las oi1a trataba de alegrarme hacie1ndome esta reflexio1n: <> Y, sin embargo, no lograba ponerme alegre. Senti1a que en lo ma1s profundo alguien me recomendaba tristeza. Y al no poder darme cuenta de la rai1z de esta tristeza me poni1a malhumorado, nervioso; por ma1s que trataba de calmarme prometie1ndome examinar el feno1meno cuando estuviese solo. Pense1, tambie1n, que la causa de la tristeza podi1a ser la ausencia de Mari1a, pero me di cuenta de que esa ausencia ma1s me irritaba que entristeci1a. {No era eso.} Ahora estaban hablando de novelas policiales: oi1 de pronto que la mujer preguntaba a Hunter si habi1a lei1do la u1ltima novela del {Se1ptimo ci1rculo}. -?Para que1? -respondio1 Hunter-. Todas las novelas policiales son iguales. Una por an8o, esta1 bien. Pero una por semana me parece demostrar poca imaginacio1n en el lector. Mimi1 se indigno1. Quiero decir, {simulo1 que se indignaba}. -No digas tonteri1as -dijo-. Son la u1nica clase de novela que puedo leer ahora. Te dire1 que me encantan. Todo tan complicado y {detectives} tan maravillosos que saben de todo: arte de la e1poca de Ming, grafologi1a, teori1a de Einstein, {base-ball}, arqueologi1a, quiromancia, economi1a poli1tica, estadi1sticas de la cri1a de conejos en la India. Y despue1s son tan infalibles que da gusto. ?No es cierto? -pregunto1 dirigie1ndose nuevamente a mi1. Me tomo1 tan inesperadamente que no supe que1 responder. -Si1, es cierto -dije, por decir algo. Hunter volvio1 a mirarme con ironi1a. -Le dire1 a Georgie que las novelas policiales te revientan -agrego1 Mimi1, mirando a Hunter con severidad. -Yo no he dicho que me revienten: he dicho que me parecen todas semejantes. -De cualquier manera se lo dire1 a Georgie. Menos mal que no todo el mundo tiene tu pedanteri1a. Al sen8or Castel, por ejemplo, le gustan, ?no es cierto? -?A mi1? -pregunte1 horrorizado. -Claro -prosiguio1 Mimi1, sin esperar mi respuesta y volviendo la vista nuevamente hacia Hunter- que si todo el mundo fuera tan {savant} como tu1 no se podri1a ni vivir. Estoy segura que ya debes tener toda una teori1a sobre la novela policial. -Asi1 es -acepto1 Hunter, sonriendo. -?No le deci1a? -comento1 Mimi1 con severidad, dirigie1ndose de nuevo a mi1 y como ponie1ndome de testigo-. No, si yo a e1ste lo conozco bien. A ver, no tengas ningu1n escru1pulo en lucirte. Te debes estar muriendo de las ganas de explicarla. Hunter, en efecto, no se hizo rogar mucho. -Mi teori1a -explico1- es la siguiente: la novela policial representa en el siglo veinte lo que la novela de caballeri1a en la e1poca de Cervantes. Ma1s todavi1a: creo que podri1a hacerse algo equivalente a {Don Quijote}: una sa1tira de la novela policial. Imaginen ustedes un individuo que se ha pasado la vida leyendo novelas policiales y que ha llegado a la locura de creer que el mundo funciona como una novela de Nicholas Blake o de Ellery Queen. Imaginen que ese pobre tipo se larga finalmente a descubrir cri1menes y a proceder en la vida real como procede un {detective} en una de esas novelas. Creo que se podri1a hacer algo divertido, tra1gico, simbo1lico, sati1rico y hermoso. -?Y por que1 no lo haces? -pregunto1 burlonamente Mimi1. -Por dos razones: no soy Cervantes y tengo mucha pereza. -Me parece que basta con la primera razo1n -opino1 Mimi1. Despue1s se dirigio1 desgraciadamente a mi1: -Este hombre -dijo sen8alando de costado a Hunter con su larga boquilla- habla contra las novelas policiales porque es incapaz de escribir una sola, aunque sea la novela ma1s aburrida del mundo. -Dame un cigarrillo -dijo Hunter, dirigie1ndose a su prima. Despue1s agrego1-: Cua1ndo dejara1s de ser tan exagerada. En primer lugar, yo no he hablado contra las novelas policiales: simplemente dije que se podri1a escribir algo asi1 como el {Don Quijote} de nuestra e1poca. En segundo lugar, te equivocas sobre mi absoluta incapacidad para ese ge1nero. Una vez se me ocurrio1 una linda idea para una novela policial. -{Sans blague} -se limito1 a decir Mimi1. -Si1, te digo que si1. Fijate: un hombre tiene madre, mujer y un chico. Una noche matan misteriosamente a la madre. Las investigaciones de la polici1a no llegan a ningu1n resultado. Un tiempo despue1s matan a la mujer; la misma cosa. Finalmente matan al chico. El hombre esta1 enloquecido, pues quiere a todos, sobre todo al hijo. Desesperado, decide investigar los cri1menes por su cuenta. Con los habituales me1todos inductivos, deductivos, anali1ticos, sinte1ticos, etce1tera, de esos genios de la novela policial, llega a la conclusio1n de que el asesino debera1 cometer un cuarto asesinato, el di1a tal, a la hora tal, en el lugar tal. Su conclusio1n es que el asesino debera1 matarlo ahora a e1l. En el di1a y hora calculados, el hombre va al lugar donde debe cometerse el cuarto asesinato y espera al asesino. Pero el asesino no llega. Revisa sus deducciones: podri1a haber calculado mal el lugar: no, el lugar esta1 bien; podri1a haber calculado mal la hora: no, la hora esta1 bien. La conclusio1n es horrorosa: {el asesino debe estar ya en el lugar}. En otras palabras: {el asesino es e1l mismo}, que ha cometido los otros cri1menes en estado de inconsciencia. El {detective} y el asesino son la misma persona. -Demasiado original para mi gusto -comento1 Mimi1-. ?Y co1mo concluye? ?No deci1as que debi1a haber un cuarto asesinato? -La conclusio1n es evidente -dijo Hunter, con pereza-: el hombre se suicida. Queda la duda de si se mata por remordimientos o si el yo asesino mata al yo {detective}, como en un vulgar asesinato. ?No te gusta? -Me parece divertido. Pero una cosa es contarla asi1 y otra escribir la novela. -En efecto -admitio1 Hunter, con tranquilidad. Despue1s la mujer empezo1 a hablar de un quiroma1ntico que habi1a conocido en Mar del Plata y de una sen8ora vidente. Hunter hizo un chiste y Mimi1 se enojo1: -Te imaginara1s que tiene que ser algo serio -dijo-. El marido es profesor en la facultad de ingenieri1a. Siguieron discutiendo de telepati1a y yo estaba desesperado porque Mari1a no apareci1a. Cuando los volvi1 a atender, estaban hablando del estatuto del peo1n. -Lo que pasa -dictamino1 Mimi1, empun8ando la boquilla como una batuta- es que la gente no quiere trabajar ma1s. Hacia el final de la conversacio1n tuve una repentina iluminacio1n que me disipo1 la inexplicable tristeza: intui1 que la tal Mimi1 habi1a llegado a u1ltimo momento y que Mari1a no bajaba para no tener que soportar las opiniones (que seguramente conoci1a hasta el cansancio) de Mimi1 y su primo. Pero ahora que recuerdo, esta intuicio1n no fue completamente irracional, sino la consecuencia de unas palabras que me habi1a dicho el chofer mientras i1bamos a la estancia y en las que yo no puse al principio ninguna atencio1n; algo referente a una prima del sen8or que acababa de llegar de Mar del Plata, para tomar el te1. La cosa era clara: Mari1a, desesperada por la llegada repentina de esa mujer, se habi1a encerrado en su dormitorio pretextando una indisposicio1n; era evidente que no podi1a soportar a semejantes personajes. Y el sentir que mi tristeza se disipaba con esta deduccio1n me ilumino1 bruscamente la causa de esa tristeza: al llegar a la casa y ver que Hunter y Mimi1 eran unos hipo1critas y unos fri1volos, la parte ma1s superficial de mi alma se alegro1, porque vei1a de ese modo que no habi1a competencia posible en Hunter; pero mi capa ma1s profunda se entristecio1 al pensar (mejor dicho, {al sentir}) que Mari1a formaba tambie1n parte de ese ci1rculo y que, de alguna manera, podri1a tener atributos parecidos. XXVI Cuando nos levantamos de la mesa para caminar por el parque, vi que Mari1a se acercaba a nosotros, lo que confirmaba mi hipo1tesis: habi1a esperado ese momento para acerca1rsenos, evitando la absurda conversacio1n en la mesa. Cada vez que Mari1a se aproximaba a mi1 en medio de otras personas, yo pensaba: <> y luego, cuando analizaba mis sentimientos, adverti1a que ella habi1a empezado a serme indispensable (como alguien que uno encuentra en una isla desierta) para convertirse ma1s tarde, una vez que el temor de la soledad absoluta ha pasado, en una especie de lujo que me enorgulleci1a, y era en esta segunda fase de mi amor en que habi1an empezado a surgir mil dificultades; del mismo modo que cuando alguien se esta1 muriendo de hambre acepta cualquier cosa, incondicionalmente, para luego, una vez que lo ma1s urgente ha sido satisfecho, empezar a quejarse crecientemente de sus defectos e inconvenientes. He visto en los u1ltimos an8os emigrados que llegaban con la humildad de quien ha escapado a los campos de concentracio1n, aceptar cualquier cosa para vivir y alegremente desempen8ar los trabajos ma1s humillantes; pero es bastante extran8o que a un hombre no le baste con haber escapado a la tortura y a la muerte para vivir contento: en cuanto empieza a adquirir nueva seguridad, el orgullo, la vanidad y la soberbia, que al parecer habi1an sido aniquilados para siempre, comienzan a reaparecer, como animales que hubieran huido asustados; y en cierto modo a reaparecer con mayor petulancia, como avergonzados de haber cai1do hasta ese punto. No es difi1cil que en tales circunstancias se asista a actos de ingratitud y de desconocimiento. Ahora que puedo analizar mis sentimientos con tranquilidad, pienso que hubo algo de eso en mis relaciones con Mari1a y siento que, en cierto modo, estoy pagando la insensatez de no haberme conformado con la parte de Mari1a que me salvo1 (momenta1neamente) de la soledad. Ese estremecimiento de orgullo, ese deseo creciente de posesio1n exclusiva debi1an haberme revelado que iba por mal camino, aconsejado por la vanidad y la soberbia. En ese momento, al ver venir a Mari1a, ese orgulloso sentimiento estaba casi abolido por una sensacio1n de culpa y de vergu4enza provocada por el recuerdo de la atroz escena en mi taller, de mi estu1pida, cruel y hasta vulgar acusacio1n de <>. Senti1 que mis piernas se aflojaban y que el fri1o y la palidez invadi1an mi rostro. !Y encontrarme asi1, en medio de esa gente! !Y no poder arrojarme humildemente para que me perdonase y calmase el horror y el desprecio que senti1a por mi1 mismo! Mari1a, sin embargo, no parecio1 perder el dominio y yo comence1 inmediatamente a sentir que la vaga tristeza de esa tarde comenzaba a poseerme de nuevo. Me saludo1 con una expresio1n muy medida, como queriendo probar ante los dos primos que entre nosotros no habi1a ma1s que una simple amistad. Recorde1, con un malestar de ridi1culo, una actitud que habi1a tenido con ella unos di1as antes. En uno de esos arrebatos de desesperacio1n, le habi1a dicho que algu1n di1a queri1a, al atardecer, mirar, desde una colina, las torres de San Gemignano. Me miro1 con fervor y me dijo: <> Pero cuando le propuse que nos escapa1semos esa misma noche, se espanto1, su rostro se endurecio1 y dijo sombri1amente: <> Le pregunte1 que1 queri1a decir con eso. Me respondio1, con acento au1n ma1s sombri1o: <> La deje1 bruscamente, sin saludarla. Ma1s que nunca senti1 que jama1s llegari1a a unirme con ella en forma total y que debi1a resignarme a tener fra1giles momentos de comunio1n, tan melanco1licamente inasibles como el recuerdo de ciertos suen8os, o como la felicidad de algunos pasajes musicales. Y ahora llegaba y controlaba cada movimiento, calculaba cada palabra, cada gesto de su cara. !Hasta era capaz de sonrei1r a esa otra mujer! Me pregunto1 si habi1a trai1do las manchas. -!Que1 manchas! -exclame1 con rabia, sabiendo que malograba alguna complicada maniobra, aunque fuera en favor nuestro. -Las manchas que prometio1 mostrarme -insistio1 con tranquilidad absoluta-. Las manchas del puerto. La mire1 con odio, pero ella mantuvo serenamente mi mirada y, por un de1cimo de segundo, sus ojos se hicieron blandos y parecieron decirme: <> !Querida, querida Mari1a! !Co1mo sufri1 por ese instante de ruego y de humillacio1n! La mire1 con ternura y le respondi1: -Claro que las traje. Las tengo en el dormitorio. -Tengo mucha ansiedad por verlas -dijo, nuevamente con la frialdad de antes. -Podemos verlas ahora mismo -comente1 adivinando su idea. Temble1 ante la posibilidad de que se nos uniera Mimi1. Pero Mari1a la conoci1a ma1s que yo, de modo que an8adio1 en seguida algunas palabras que impedi1an cualquier intento de entrometimiento: -Volvemos pronto -dijo. Y apenas pronunciadas, me tomo1 del brazo con decisio1n y me condujo hacia la casa. Observe1 fugazmente a los que quedaban y me parecio1 advertir un rela1mpago intencionado en los ojos con que Mimi1 miro1 a Hunter. XXVII Pensaba quedarme varios di1as en la estancia, pero so1lo pase1 una noche. Al di1a siguiente de mi llegada, apenas salio1 el sol, escape1 a pie, con la valija y la caja. Esta actitud puede parecer una locura, pero se vera1 hasta que1 punto estuvo justificada. Apenas nos separamos de Hunter y Mimi1, fuimos adentro, subimos a buscar las presuntas manchas y finalmente bajamos con mi caja de pintura y una carpeta de dibujos, destinada a simular las manchas. Este truco fue ideado por Mari1a. Los primos habi1an desaparecido, de todos modos. Mari1a comenzo1 entonces a sentirse de excelente humor, y cuando caminamos a trave1s del parque, hacia la costa, teni1a verdadero entusiasmo. Era una mujer diferente de la que yo habi1a conocido hasta ese momento, en la tristeza de la ciudad: ma1s activa, ma1s vital. Me parecio1 tambie1n que apareci1a en ella una sensualidad desconocida para mi1, una sensualidad de los colores y olores: se entusiasmaba extran8amente (extran8amente para mi1, que tengo una sensualidad introspectiva, casi de pura imaginacio1n) con el color de un tronco, de una hoja seca, de un bichito cualquiera, con la fragancia del eucalipto mezclada al olor del mar. Y lejos de producirme alegri1a, me entristeci1a y desesperanzaba, porque intu1a que esa forma de Mari1a me era casi totalmente ajena y que, en cambio, de algu1n modo debi1a pertenecer a Hunter o a algu1n otro. La tristeza fue aumentando gradualmente; quiza1 tambie1n a causa del rumor de las olas, que se haci1a a cada instante ma1s perceptible. Cuando salimos del monte v aparecio1 ante mis ojos el cielo de aquella costa, senti1 que esa tristeza era ineludible; era la misma de siempre ante la belleza, o por lo menos ante cierto ge1nero de belleza. ?Todos sienten asi1 o es un defecto ma1s de mi desgraciada condicio1n? Nos sentamos sobre las rocas y durante mucho tiempo estuvimos en silencio, oyendo el furioso batir de las olas abajo, sintiendo en nuestros rostros las parti1culas de espuma que a veces alcanzaban hasta lo alto del acantilado. El cielo, tormentoso, me hizo recordar el del Tintoretto en el salvamento del sarraceno. -Cua1ntas veces -dijo Mari1a- son8e1 compartir con vos este mar y este cielo. Despue1s de un tiempo, agrego1: -A veces me parece como si esta escena la hubie1ramos vivido siempre juntos. Cuando vi aquella mujer solitaria de tu ventana, senti1 que eras como yo y que tambie1n buscabas ciegamente a alguien, una especie de interlocutor mudo. Desde aquel di1a pense1 constantemente en vos, te son8e1 muchas veces aca1, en este mismo lugar donde he pasado tantas horas de mi vida. Un di1a hasta pense1 en buscarte y confesa1rtelo. Pero tuve miedo de equivocarme, como me habi1a equivocado una vez, y espere1 que de algu1n modo fueras vos el que buscara. Pero yo te ayudaba intensamente, te llamaba cada noche, y llegue1 a estar tan segura de encontrarte que cuando sucedio1, al pie de aquel absurdo ascensor, quede1 paralizada de miedo y no pude decir nada ma1s que una torpeza. Y cuando huiste, dolorido por lo que crei1as una equivocacio1n, yo corri1 detra1s como una loca. Despue1s vinieron aquellos instantes de la plaza San Marti1n, en que crei1as necesario explicarme cosas, mientras yo trataba de desorientarte, vacilando entre la ansiedad de perderte para siempre y el temor de hacerte mal. Trataba de desanimarte, sin embargo, de hacerte pensar que no entendi1a tus medi1as palabras, tu mensaje cifrado. Yo no deci1a nada. Hermosos sentimientos y sombri1as ideas daban vueltas en mi cabeza, mientras oi1a su voz, su maravillosa voz. Fui cayendo en una especie de encantamiento. La cai1da del sol iba encendiendo una fundicio1n gigantesca entre las nubes del poniente. Senti1 que ese momento ma1gico no se volveri1a a repetir {nunca}. <>, pense1, mientras empece1 a experimentar el ve1rtigo del acantilado y a pensar que1 fa1cil seri1a arrastrarla al abismo, conmigo. Oi1 fragmentos: <> El mar se habi1a ido transformando en un oscuro monstruo. Pronto la oscuridad fue total y el rumor de las olas alla1 abajo adquirio1 sombri1a atraccio1n: !Pensar que era tan fa1cil! Ella deci1a que e1ramos seres llenos de fealdad e insignificancia; pero, aunque yo sabi1a hasta que1 punto era yo mismo capaz de cosas innobles, me desolaba el pensamiento de que tambie1n ella podi1a serlo, que {seguramente} lo era. ?Co1mo? -pensaba-, ?con quie1nes, cua1ndo? Y un sordo deseo de precipitarme sobre ella y destrozarla con las un8as y de apretar su cuello hasta ahogarla y arrojarla al mar iba creciendo en mi1. De pronto oi1 otros fragmentos de frases: hablaba de un primo, Juan o algo asi1; hablo1 de la infancia en el campo; me parecio1 oi1r algo de hechos <>, que habi1an pasado con ese otro primo. Me parecio1 que Mari1a me habi1a estado haciendo una preciosa confesio1n y que yo, como un estu1pido, la habi1a perdido. -!Que1 hechos, tormentosos y crueles! -grite1. Pero, extran8amente, no parecio1 oi1rme: tambie1n ella habi1a cai1do en una especie de sopor, tambie1n ella pareci1a estar sola. Paso1 un largo tiempo, quiza1 media hora. Despue1s senti1 que acariciaba mi cara, como lo habi1a hecho en otros momentos parecidos. Yo no podi1a hablar. Como con mi madre cuando chico, puse la cabeza sobre su regazo y asi1 quedamos un tiempo quieto, sin transcurso, hecho de infancia y de muerte: !Que1 la1stima que debajo hubiera hechos inexplicables y sospechosos! !Co1mo deseaba equivocarme, co1mo ansiaba que Mari1a no fuera ma1s que ese momento! Pero era imposible: mientras oi1a los latidos de su corazo1n junto a mis oi1dos y mientras su mano acariciaba mis cabellos, sombri1os pensamientos se movi1an en la oscuridad de mi cabeza, como en un so1tano pantanoso; esperaban el momento de salir, chapoteando, grun8endo sordamente en el barro. XXVIII Pasaron cosas muy raras. Cuando llegamos a la casa encontramos a Hunter muy agitado (aunque es de esos que creen de mal gusto mostrar las pasiones); trataba de disimularlo, pero era evidente que algo pasaba. Mimi1 se habi1a ido y en el comedor todo estaba dispuesto para la comida, aunque era claro que nos habi1amos retardado mucho, pues apenas llegamos se noto1 un acelerado y eficaz movimiento de servicio. Durante la comida casi no se hablo1. Vigile1 las palabras y los gestos de Hunter porque intui1 que echari1an luz sobre muchas cosas que se me estaban ocurriendo y sobre otras ideas que estaban por reforzarse. Tambie1n vigile1 la cara de Mari1a; era impenetrable. Para disminuir la tensio1n, Mari1a dijo que estaba leyendo una novela de Sartre. De evidente mal humor Hunter comento1: -Novelas en esta e1poca. Que las escriban, vaya y pase..., !pero que las lean! Nos quedamos en silencio y Hunter no hizo ningu1n esfuerzo por atenuar los efectos de esa frase. Conclui1 que teni1a algo contra Mari1a. Pero como antes que salie1ramos para la costa no habi1a nada de particular, inferi1 que {ese algo} contra Mari1a habi1a nacido durante nuestra larga conversacio1n; era muy difi1cil admitir que no fuera {a causa} de esa conversacio1n o, mejor dicho, a causa del largo tiempo que habi1amos permanecido alla1. Mi conclusio1n fue: Hunter esta1 celoso y eso prueba que entre e1l y ella hay algo ma1s que una simple relacio1n de amistad y de parentesco. Desde luego, no era necesario que Mari1a sintiese amor por e1l; por el contrario: era ma1s fa1cil que Hunter se irritase al ver que Mari1a daba importancia a otras personas. Fuera como fuese, si la irritacio1n de Hunter era originada por celos, tendri1a que mostrar hostilidad hacia mi1, ya que ninguna otra cosa habi1a entre nosotros. Asi1 fue. Si no hubieran existido otros detalles, me habri1a bastado con una mirada de soslayo que me echo1. Hunter a propo1sito de una frase de Mari1a sobre el acantilado. Pretexte1 cansancio y me fui a mi pieza apenas nos levantamos de la mesa. Mi propo1sito era lograr el mayor nu1mero de elementos de juicio sobre el problema. Subi1 la escalera, abri1 la puerta de mi habitacio1n, encendi1 la luz, golpee1 la puerta, como quien la cierra, y me quede1 en el vano escuchando. En seguida oi1 la voz de Hunter que deci1a una frase agitada, aunque no podi1a discernir las palabras; no hubo respuestas de Mari1a; Hunter dijo otra frase mucho ma1s larga y ma1s agitada que la anterior; Mari1a dijo algunas palabras en voz muy baja, superpuestas con las u1ltimas de e1l, seguidas de un ruido de sillas; al instante oi1 los pasos de alguien que subi1a por la escalera: me encerre1 ra1pidamente, pero me quede1 escuchando a trave1s del agujero de la llave; a los pocos momentos oi1 pasos que cruzaban frente a mi puerta: eran pasos de mujer. Quede1 largo tiempo despierto, pensando en lo que habi1a sucedido y tratando de oi1r cualquier clase de rumor. Pero no oi1 nada en toda la noche. No pude dormir: empezaron a atormentarme una serie de reflexiones que no se me habi1an ocurrido antes. Pronto adverti1 que mi primera conclusio1n era una ingenuidad: habi1a pensado (lo que es correcto) que no era necesario que Mari1a sintiese amor por Hunter para que e1l tuviera celos; esta conclusio1n me habi1a tranquilizado. Ahora me daba cuenta de que si bien no era necesario, {tampoco era un inconveniente}. Mari1a podi1a querer a Hunter y, sin embargo, e1ste sentir celos. Ahora bien: ?habi1a motivos para pensar que Mari1a teni1a algo con su primo? !Ya lo creo que habi1a motivos! En primer lugar, si Hunter la molestaba con celos y ella no lo queri1a, ?por que1 veni1a a cada rato a la estancia? En la estancia no vivi1a, ordinariamente, nadie ma1s que Hunter, que era solo (yo no sabi1a si era soltero, viudo o divorciado, aunque creo que alguna vez Mari1a me habi1a dicho que estaba separado de su mujer; pero, en fin, lo importante era que ese sen8or vivi1a solo en la estancia). En segundo lugar, un motivo para sospechar de esas relaciones era que Mari1a nunca me habi1a hablado de Hunter sino con indiferencia, es decir, con la indiferencia con que se habla de un miembro cualquiera de la familia; pero jama1s me habi1a mencionado o insinuado siquiera que Hunter estuviera enamorado de ella y menos que tuviera celos. En tercer lugar, Mari1a me habi1a hablado, esa tarde, de sus debilidades. ?Que1 habi1a querido decir? Yo le habi1a relatado en mi carta una serie de cosas despreciables (lo de mis borracheras y lo de las prostitutas) y ella ahora me deci1a que me comprendi1a, que tambie1n ella no era solamente barcos que parten y parques en el crepu1sculo. ?Que1 podi1a querer decir sino que en su vida habi1a cosas tan oscuras y despreciables como en la mi1a? ?No podi1a ser lo de Hunter una pasio1n baja de ese ge1nero? Rumie1 esas conclusiones y las examine1 a lo largo de la noche desde diferentes puntos de vista. Mi conclusio1n final, que considere1 rigurosa, fue: {Mari1a es amante de Hunter}. Apenas aclaro1, baje1 las escaleras con mi valija y mi caja de pinturas. Encontre1 a uno de los mucamos que habi1a comenzado a abrir las puertas y ventanas para hacer la limpieza: le encargue1 que saludara de mi parte al sen8or y que le dijera que me habi1a visto obligado a salir urgentemente para Buenos Aires. El mucano me miro1 con ojos de asombro, sobre todo cuando le dije, respondiendo a su advertencia, que me iri1a a pie hasta la estacio1n. Tuve que esperar varias horas en la pequen8a estacio1n. Por momentos pense1 que apareceri1a Mari1a; esperaba esa posibilidad con la amarga satisfaccio1n que se siente cuando, de chico, uno se ha encerrado en alguna parte porque cree que han cometido una injusticia y espera la llegada de una persona mayor que venga a buscarlo y a reconocer la equivocacio1n. {Pero Mari1a no vino.} Cuando llego1 el tren y mire1 hacia el camino por u1ltima vez, con la esperanza de que apareciera a u1ltimo momento, y no la vi llegar, senti1 una infinita tristeza. Miraba por la ventanilla, mientras el tren corri1a hacia Buenos Aires. Pasamos cerca de un rancho; una mujer, debajo del alero, miro1 el tren. Se me ocurrio1 un pensamiento estu1pido: <> Mi pensamiento flotaba como un corcho en un ri1o desconocido. Siguio1 por un momento flotando cerca de esa mujer bajo el alero. ?Que1 me importaba esa mujer? Pero no podi1a dejar de pensar que habi1a existido un instante para mi1 y que nunca ma1s volveri1a a existir; desde mi punto de vista era como si ya se hubiera muerto; un pequen8o retraso del tren, un llamado desde el interior del rancho, y esa mujer no habri1a existido nunca en mi vida. Todo me pareci1a fugaz, transitorio, inu1til, impreciso. Mi cabeza no funcionaba bien y Mari1a se me apareci1a una y otra vez como algo incierto y melanco1lico. So1lo horas ma1s tarde mis pensamientos empezari1an a alcanzar la precisio1n y la violencia de otras veces. XXIX Los di1as que precedieron a la muerte de Mari1a fueron los ma1s atroces de mi vida. Me es imposible hacer un relato preciso de todo lo que senti1, pense1 y ejecute1, pues si bien recuerdo con increi1ble minuciosidad muchos de los acontecimientos, hay horas y hasta di1as enteros que se me aparecen como suen8os borrosos y deformes. Tengo la impresio1n de haber pasado di1as enteros bajo el efecto del alcohol, echado en mi cama o en un banco de Puerto Nuevo. Al llegar a la estacio1n Constitucio1n me recuerdo muy bien entrando al bar y pidiendo varios whiskies seguidos; despue1s recuerdo vagamente que me levante1, que tome1 un taxi y que me fui a un bar de la calle 25 de Mayo o quiza1 de Leandro Alem. Siguen algunos ruidos, mu1sica, unos gritos, una risa que me crispaba, unas botellas rotas, luces muy penetrantes. Despue1s me recuerdo pesado y con un terrible dolor de cabeza en un calabozo de comisari1a, un vigilante que abri1a la puerta, un oficial que me deci1a algo y despue1s me veo caminando nuevamente por las calles y rasca1ndome mucho. Creo que entre1 nuevamente a un bar. Horas (o di1as) ma1s tarde alguien me dejaba en mi taller. Luego tuve unas pesadillas en las que caminaba por los techos de una catedral. Recuerdo tambie1n un despertar en mi pieza, en la oscuridad y la horrorosa idea de que la pieza se habi1a hecho infinitamente grande y que por ma1s que corriera no podri1a alcanzar jama1s sus li1mites. No se1 cua1nto tiempo pudo haber pasado hasta que las primeras luces del alba entraron por el ventanal. Entonces me arrastre1 hasta el ban8o y me meti1, vestido, en la ban8adera. El agua fri1a empezo1 a calmarme y en mi cabeza comenzaron a aparecer algunos hechos aislados, aunque destrozados e inconexos, como los primeros objetos que se ven emerger despue1s de una gran inundacio1n: Mari1a en el acantilado, Mimi1 empun8ando su boquilla, la estacio1n {Allende}, un almace1n frente a la estacio1n que se llamaba {La confianza} o quiza1 {La estancia}, Mari1a pregunta1ndome por las manchas, yo gritando: <>, Hunter mira1ndome torvamente, yo escuchando arriba, con ansiedad, el dia1logo entre los primos; un marinero arrojando una botella, Mari1a avanzando hacia mi1 con ojos impenetrables, Mimi1 diciendo Tche1khov, una mujer inmunda besa1ndome y yo pega1ndole un tremendo pun8etazo, pulgas que me picaban en todo el cuerpo, Hunter hablando de novelas policiales, el chofer de la estancia. Tambie1n aparecieron trozos de suen8os: nuevamente la catedral en una noche negra, la pieza infinita. Luego, a medida que me enfriaba, aquellos trozos se fueron uniendo a otros que iban emergiendo de mi conciencia y el paisaje fue reconstituye1ndose, aunque con la tristeza y la desolacio1n que tienen los paisajes que surgen de las aguas. Sali1 del ban8o, me desnude1, me puse ropa seca y comence1 a escribir una carta a Mari1a. Primero escribi1 que deseaba darle una explicacio1n por mi fuga de la estancia (tache1 <> y puse <>) Agregue1 que apreciaba mucho el intere1s que ella se habi1a tomado por mi1 (tache1 <> y puse <>). Que comprendi1a que ella era muy bondadosa y estaba llena de sentimientos puros, a pesar de que, como ella misma me lo habi1a hecho saber, a veces prevaleci1an <>. Le dije que apreciaba en su justo valor el asunto de la salida de un barco o el asistir sin hablar a un crepu1sculo en un parque pero que, como ella podi1a imaginar (tache1 <> y puse <>) no era suficiente para mantener o probar un amor: segui1a sin comprender co1mo era posible que una mujer como ella fuera capaz de decir palabras de amor a su marido y a mi1, al mismo tiempo que se acostaba con Hunter. Con el agravante -agregue1- de que tambie1n se acostaba con el marido y conmigo. Terminaba diciendo que, como ella podri1a darse cuenta, esa clase de actitudes daba mucho que pensar, etce1tera. Relei1 la carta y me parecio1 que, con los cambios anotados, quedaba suficientemente hiriente. La cerre1, fui al Correo Central y la despache1 certificada. XXX Apenas sali1 del correo adverti1 dos cosas: no habi1a dicho en la carta por que1 habi1a inferido que ella era amante de Hunter; y no sabi1a que1 me proponi1a al herirla tan despiadadamente: ?acaso hacerla cambiar de manera de ser, en caso de ser ciertas mis conjeturas? Eso era evidentemente ridi1culo. ?Hacerla correr hacia mi1? No era crei1ble que lo lograra con esos procedimientos. Reflexione1, sin embargo, que en el fondo de mi alma so1lo ansiaba que Mari1a volviese a mi1. Pero, en este caso, ?por que1 no deci1rselo directamente, sin herirla, explica1ndole que me habi1a ido de la estancia porque de pronto habi1a advertido los celos de Hunter? Al fin de cuentas, mi conclusio1n de que ella era amante de Hunter, adema1s de hiriente, era completamente gratuita; en todo caso era una hipo1tesis, que yo me podi1a formular con el u1nico propo1sito de orientar mis investigaciones futuras. Una vez ma1s, pues, habi1a cometido una tonteri1a, con mi costumbre de escribir cartas muy esponta1neas y enviarlas en seguida. {Las cartas de importancia hay que retenerlas por lo menos un di1a} hasta que se vean claramente todas las posibles consecuencias. Quedaba un recurso desesperado, !el recibo! Lo busque1 en todos los bolsillos, pero no lo encontre1: lo habri1a arrojado estu1pidamente, por ahi1. Volvi1 corriendo al correo, sin embargo, y me puse en la fila de las certificadas. Cuando llego1 mi turno, pregunte1 a la empleada, mientras haci1a un horrible e hipo1crita esfuerzo para sonrei1r: -?No me reconoce? La mujer me miro1 con asombro: seguramente penso1 que era loco. Para sacarla de su error, le dije que era la persona que acababa de enviar una carta a la estancia {Los Ombu1es}. El asombro de aquella estu1pida parecio1 aumentar y, tal vez con el deseo de compartirlo o de pedir consejo ante algo que no alcanzaba a comprender, volvio1 su rostro hacia un compan8ero; me miro1 nuevamente a mi1. -Perdi1 el recibo -explique1. No obtuve respuesta. -Quiero decir que necesito la carta y no tengo el recibo -agregue1. La mujer y el otro empleado se miraron, durante un instante, como dos compan8eros de baraja. Por fin, con el acento de alguien que esta1 profundamente maravillado, me pregunto1: -?Usted quiere que le devuelvan la carta? -Asi1 es. -?Y ni siquiera tiene el recibo? Tuve que admitir que, en efecto, no teni1a ese importante documento. El asombro de la mujer habi1a aumentado hasta el li1mite. Balbuceo1 algo que no entendi1 y volvio1 a mirar a su compan8ero. -Quiere que le devuelvan una carta -tartamudeo1. El otro sonrio1 con infinita estupidez, pero con el propo1sito de querer mostrar viveza. La mujer me miro1 y me dijo: -Es completamente imposible. -Le puedo mostrar documentos -replique1, sacando unos papeles. -No hay nada que hacer. El reglamento es terminante. -El reglamento, como usted comprendera1, debe estar de acuerdo con la lo1gica -exclame1 con violencia, mientras comenzaba a irritarme un lunar con pelos largos que esa mujer teni1a en la mejilla. -?Usted conoce el reglamento? -me pregunto1 con sorna. -No hay necesidad de conocerlo, sen8ora -respondi1 fri1amente, sabiendo que la palabra {sen8ora} debi1a herirla mortalmente. Los ojos de la harpi1a brillaban ahora de indignacio1n. -Usted comprende, sen8ora, que el reglamento no puede ser ilo1gico: tiene que haber sido redactado por una persona normal, no por un loco. Si yo despacho una carta y al instante vuelvo a pedir que me la devuelvan porque me he olvidado de algo esencial, lo lo1gico es que se atienda mi pedido. ?O es que el correo tiene empen8o en hacer llegar cartas incompletas o equi1vocas? Es perfectamente claro y razonable que el correo es un medio de comunicacio1n, no un medio de compulsio1n: el correo no puede {obligar} a mandar una carta si yo no quiero. -Pero usted lo quiso -respondio1. -!Si1! -grite1-, !pero le vuelvo a repetir que {ahora no lo quiero}! -No me grite, no sea mal educado. Ahora es tarde. -No es tarde porque la carta esta1 alli1 -dije, sen8alando hacia el resto de las cartas despachadas. La gente comenzaba a protestar ruidosamente. La cara de la solterona temblaba de rabia. Con verdadera repugnancia, senti1 que todo mi odio se concentraba en el lunar. -Yo le puedo probar que soy la persona que ha mandado la carta -repeti1, mostra1ndole unos papeles personales. -No grite, no soy sorda -volvio1 a decir-. Yo no puedo tomar semejante decisio1n. -Consulte al jefe, entonces. -No puedo. Hay demasiada gente esperando. Aca1 tenemos mucho trabajo, ?comprende? -Este asunto forma parte del trabajo -explique1. Algunos de los que estaban esperando propusieron que me devolvieran la carta de una vez y se siguiera adelante. La mujer vacilo1 un rato, mientras simulaba trabajar en otra cosa; finalmente fue adentro y al cabo de un largo rato volvio1 con un humor de perro. Busco1 en el cesto. -?Que1 estancia? -pregunto1 con una especie de silbido de vi1bora. -Estancia {Los Ombu1es} -respondi1 con venenosa calma. Despue1s de una bu1squeda falsamente alargada, tomo1 la carta en sus manos y comenzo1 a examinarla como si la ofrecieran en venta y dudase de las ventajas de la compra. -So1lo tiene iniciales y direccio1n -dijo. -?Y eso? -?Que1 documentos tiene para probarme que es la persona que mando1 la carta? -Tengo el borrador -dije, mostra1ndolo. Lo tomo1, lo miro1 y me lo devolvio1. -?Y co1mo sabemos que es el borrador de la carta? -Es muy simple: abramos el sobre y lo podemos verificar. La mujer dudo1 un instante, miro1 el sobre cerrado y luego me dijo: -?Y co1mo vamos a abrir esta carta si no sabemos que es suya? Yo no puedo hacer eso. La gente comenzo1 a protestar de nuevo. Yo teni1a ganas de hacer alguna barbaridad. -Ese documento no sirve -concluyo1 la harpi1a. -?Le parece que la ce1dula de identidad sera1 suficiente? -pregunte1 con iro1nica cortesi1a. -?La ce1dula de identidad? Reflexiono1, miro1 nuevamente el sobre y luego dictamino1: -No, la ce1dula sola no, porque aca1 so1lo esta1n las iniciales. Tendra1 que mostrarme tambie1n un certificado de domicilio. O si no la libreta de enrolamiento, porque en la libreta figura el domicilio. Reflexiono1 un instante ma1s y agrego1: -Aunque es difi1cil que usted no haya cambiado de casa desde los dieciocho an8os. Asi1 que casi seguramente va a necesitar tambie1n certificado de domicilio. Una furia incontenible estallo1 por fin en mi1 y senti1 que alcanzaba tambie1n a Mari1a y, lo que es ma1s curioso, a Mimi1. -!Ma1ndela usted asi1 y va1yase al infierno! -le grite1, mientras me iba. Sali1 del correo con un a1nimo de mil diablos y hasta pense1 si, volviendo a la ventanilla, podri1a incendiar de alguna manera el cesto de las cartas. ?Pero co1mo? ?Arrojando un fo1sforo? Era fa1cil que se apagara en el camino. Echando previamente un chorrito de nafta, el efecto seri1a seguro; pero eso complicaba las cosas. De todos modos, pense1 esperar la salida del personal de turno e insultar a la solterona. XXXI Despue1s de una hora de espera, decidi1 irme. ?Que1 podi1a ganar, en definitiva, insultando a esa imbe1cil? Por otra parte, durante ese lapso rumie1 una serie de reflexiones que terminaron por tranquilizarme: la carta estaba muy bien y era bueno que llegase a manos de Mari1a. (Muchas veces me ha pasado eso: luchar insensatamente contra un obsta1culo que me impide hacer algo que juzgo necesario o conveniente, aceptar con rabia la derrota y finalmente, un tiempo despue1s, comprobar que el destino teni1a razo1n.) En realidad, cuando me puse a escribir la carta, lo hice sin reflexionar mayormente y hasta algunas de las hirientes frases pareci1an inmerecidas. Pero en ese momento, al volver a pensar en todo lo que antecedio1 a la carta, recorde1 de pronto un suen8o que tuve en alguna de esas noches de borrachera: espiando desde un escondite me vei1a a mi1 mismo, sentado en una silla en el medio de una habitacio1n sombri1a, sin muebles ni decorados, y, detra1s de mi1, a dos personas que se miraban con expresiones de diabo1lica ironi1a: una era Mari1a; la otra era Hunter. Cuando recorde1 este suen8o, una desconsoladora tristeza se apodero1 de mi1. Abandone1 la puerta del correo y comence1 a caminar pesadamente. Un tiempo despue1s me encontre1 sentado en la Recoleta, en un banco que hay debajo de un a1rbol gigantesco. Los lugares, los a1rboles, los senderos de nuestros mejores momentos empezaron a transformar mis ideas. ?Que1 era, al fin de cuentas, lo que yo teni1a {en concreto} contra Mari1a? Los mejores instantes de nuestro amor (un rostro de ella, una mirada tierna, el roce de su mano en mis cabellos) comenzaron a apoderarse suavemente de mi alma, con el mismo cuidado con que se recoge a un ser querido que ha tenido un accidente y que no puede sufrir la brusquedad ma1s insignificante. Poco a poco fui incorpora1ndome, la tristeza fue cambia1ndose en ansiedad, el odio contra Mari1a en odio contra mi1 mismo y mi aletargamiento en una repentina necesidad de correr a mi casa. A medida que iba llegando al taller fui da1ndome cuenta de lo que queri1a: hablar, llamarla por tele1fono a la estancia, en seguida, sin pe1rdida de tiempo. ?Co1mo no habi1a pensado antes en esa posibilidad? Cuando me dieron la comunicacio1n, casi no teni1a fuerzas para hablar. Atendio1 un mucamo. Le dije que necesitaba comunicarme sin pe1rdida de tiempo con la sen8ora Mari1a. Al rato me atendio1 la misma voz, para decirme que la sen8ora me llamari1a dentro de una hora, ma1s o menos. La espera me parecio1 interminable. No recuerdo bien las palabras de aquella conversacio1n por tele1fono, pero si1 recuerdo que en vez de pedirle perdo1n por la carta (la causa que me habi1a movido a hablar), conclui1 por decirle cosas ma1s fuertes que las contenidas en la carta. Claro que eso no sucedio1 irrazonablemente; la verdad es que yo comence1 habla1ndole con humildad y ternura, pero empezo1 a exasperarse el tono dolorido de su voz y el hecho de que no respondiese a ninguna de mis preguntas precisas, segu1n su ha1bito. El dia1logo, ma1s bien mi mono1logo, fue creciendo en violencia y cuanto ma1s violento era, ma1s dolorida pareci1a ella y ma1s eso me exasperaba, porque yo teni1a plena conciencia de mi razo1n y de la injusticia de su dolor. Termine1 dicie1ndole a gritos que me matari1a, que era una comediante y que necesitaba verla en seguida, en Buenos Aires. No contesto1 a ninguna de mis preguntas precisas, pero finalmente, ante mi insistencia y mis amenazas de matarme, me prometio1 venir a Buenos Aires, al di1a siguiente, <>. -Lo u1nico que lograremos -agrego1 con voz muy de1bil- es lastimarnos cruelmente, una vez ma1s. -Si no veni1s, me matare1 -repeti1 por fin-. Pensalo bien antes de tomar cualquier decisio1n. Colgue1 el tubo sin agregar nada ma1s, y la verdad es que en ese momento estaba decidido a matarme si ella no veni1a a aclarar la situacio1n. Quede1 extran8amente satisfecho al decidirlo. <>, pense1, como si se tratara de un venganza. XXXII Ese di1a fue execrable. Sali1 de mi taller furiosamente. A pesar de que la veri1a al di1a siguiente, estaba desconsolado y senti1a un odio sordo e impreciso. Ahora creo que era contra mi1 mismo, porque en el fondo sabi1a que mis crueles insultos no teni1an fundamento. Pero me daba rabia que ella no se defendiera, y su voz dolorida y humilde, lejos de aplacarme, me enardeci1a ma1s. Me desprecie1. Esa tarde comence1 a beber mucho y termine1 buscando li1os en un bar de Leandro Alem. Me apodere1 de la mujer que me parecio1 ma1s depravada y luego desafie1 a pelear a un marinero porque le hizo un chiste obsceno. No recuerdo lo que paso1 despue1s, excepto que comenzamos a pelear y que la gente nos separo1 en medio de una gran alegri1a. Despue1s me recuerdo con la mujer en la calle. El fresco me hizo bien. A la madrugada la lleve1 al taller. Cuando llegamos se puso a rei1r de un cuadro que estaba sobre un caballete. (No se1 si dije que, desde la escena de la ventana, mi pintura se fue transformando paulatinamente: era como si los seres y cosas de mi antigua pintura hubieran sufrido un cataclismo co1smico. Ya hablare1 de esto ma1s adelante, porque ahora quiero relatar lo que sucedio1 en aquellos di1as decisivos.) La mujer miro1, rie1ndose, el cuadro y despue1s me miro1 a mi1, como en demanda de una explicacio1n. Como ustedes supondra1n, me importaba un bledo el juicio que aquella desgraciada podri1a formarse de mi arte. Le dije que no perdie1ramos tiempo en pavadas. Esta1bamos en la cama, cuando de pronto cruzo1 por mi cabeza una idea tremenda: la expresio1n de la rumana se pareci1a a una expresio1n que alguna vez habi1a observado en Mari1a. -!Puta! -grite1 enloquecido, aparta1ndome con asco-. !Claro que es una puta! La rumana se incorporo1 como una vi1bora y me mordio1 el brazo hasta hacerlo sangrar. Pensaba que me referi1a a ella. Lleno de desprecio a la humanidad entera y de odio, la saque1 a puntapie1s de mi taller y le dije que la matari1a como a un perro si no se iba en seguida. Se fue gritando insultos a pesar de la cantidad de dinero que le arroje1 detra1s. Por largo tiempo quede1 estupefacto en el medio del taller, sin saber que1 hacer y sin atinar a ordenar mis sentimientos ni mis ideas. Por fin tome1 una decisio1n: fui al ban8o, llene1 la ban8adera de agua fri1a, me desnude1 y entre1. Queri1a aclarar mis ideas, asi1 que me quede1 en la ban8adera hasta refrescarme bien. Poco a poco logre1 poner el cerebro en pleno funcionamiento. Trate1 de pensar con absoluto rigor, porque teni1a la intuicio1n de haber llegado a un punto decisivo. ?Cua1l era la idea inicial? Varias palabras acudieron a esta pregunta que yo mismo me haci1a. Esas palabras fueron: rumana, Mari1a, prostituta, placer, simulacio1n. Pense1: estas palabras deben de representar el hecho esencial, la verdad profunda de la que debo partir. Hice repetidos esfuerzos para colocarlas en el orden debido, hasta que logre1 formular la idea en esta forma terrible, pero indudable: {Mari1a y la prostituta han tenido una expresio1n semejante; la prostituta simulaba placer; Mari1a, pues, simulaba placer; Mari1a es una prostituta.} -!Puta, puta, puta! -grite1 saltando de la ban8adera. Mi cerebro funcionaba ya con la lu1cida ferocidad de los mejores di1as: vi ni1tidamente que era preciso terminar y que no debi1a dejarme embaucar una vez ma1s por su voz dolorida y su espi1ritu de comediante. Teni1a que dejarme guiar u1nicamente por la lo1gica y debi1a llevar, sin temor, hasta las u1ltimas consecuencias, las frases sospechosas, los gestos, los silencios equi1vocos de Mari1a. Fue como si las ima1genes de una pesadilla desfilaran vertiginosamente bajo la luz de un foco monstruoso. Mientras me vesti1a con rapidez, pasaron ante mi1 todos los momentos sospechosos: la primera conversacio1n por tele1fono, con la asombrosa capacidad de simulacio1n y el largo aprendizaje que revelaban sus cambios de voz; las oscuras sombras en torno de Mari1a que se delataban a trave1s de tantas frases enigma1ticas; y ese temor de ella de <>, que so1lo podi1a significar <>, ya que no podri1a hacerme mal por amarme de verdad; y la dolorosa escena de los fo1sforos; y co1mo al comienzo habi1a rehuido hasta mis besos y co1mo so1lo habi1a cedido al amor fi1sico cuando la habi1a puesto ante el extremo de confesar su aversio1n o, en el mejor de los casos, el sentido material o fraternal de su carin8o; lo que, desde luego, me impedi1a creer en sus arrebatos de placer, en sus palabras y en sus rostros de e1xtasis; y adema1s su precisa experiencia sexual, que difi1cilmente podi1a haber adquirido con un filo1sofo estoico como Allende; y las respuestas sobre el amor a su marido, que so1lo permiti1an inferir una vez ma1s su capacidad para engan8ar con sentimientos y sensaciones apo1crifos; y el ci1rculo de familia, formado por una coleccio1n de hipo1critas y mentirosos; y el aplomo y la eficacia con que habi1a engan8ado a sus dos primos con las inexistentes manchas del puerto; y la escena durante la comida, en la estancia, la discusio1n alla1 abajo, los celos de Hunter; y aquella frase que se le habi1a escapado en el acantilado: <>; ?con quie1n, cua1ndo, co1mo? y <> con ese otro primo, palabras que tambie1n se escaparon inconscientemente de sus labios, como lo revelo1 al no contestar mi pedido de aclaracio1n, porque no me oi1a, simplemente no me oi1a, vuelta como estaba hacia su infancia, en la quiza1 u1nica confesio1n aute1ntica que habi1a tenido en mi presencia; y, finalmente, esta horrenda escena con la rumana, o rusa, o lo que fuera. !Y esa sucia bestia que se habi1a rei1do de mis cuadros y la fra1gil criatura que me habi1a alentado a pintarlos teni1an la misma expresio1n en algu1n momento de sus vidas! !Dios mi1o, si era para desconsolarse por la naturaleza humana, al pensar que entre ciertos instantes de Brahms y una cloaca hay ocultos y tenebrosos pasajes subterra1neos! XXXIII Muchas de las conclusiones que extraje en aquel lu1cido pero fantasmago1rico examen eran hipote1ticas, no las podi1a demostrar, aunque teni1a la certeza de no equivocarme. Pero adverti1, de pronto, que habi1a desperdiciado, hasta ese momento, una importante posibilidad de investigacio1n: la opinio1n de otras personas. Con satisfaccio1n feroz y con claridad nunca tan intensa, pense1 por primera vez en ese procedimiento y en la persona indicada: Lartigue. Era amigo de Hunter, amigo i1ntimo. Es cierto que era otro individuo despreciable: habi1a escrito un libro de poemas acerca de la vanidad de todas las cosas humanas, pero se quejaba de que no le hubieran dado el premio nacional. No iba a detenerme en escru1pulos. Con viva repugnancia, pero con decisio1n, lo llame1 por tele1fono, le dije que teni1a que verlo urgentemente, lo fui a ver a su casa, le elogie1 el libro de versos y (con gran disgusto suyo, que queri1a que siguie1ramos hablando de e1l), le hice a boca de jarro una pregunta ya preparada: -?Cua1nto hace que Mari1a Iribarne es amante de Hunter? Mi madre no preguntaba nunca si habi1amos comido una manzana, porque habri1amos negado; preguntaba {cua1ntas}, dando astutamente por averiguado lo que queri1a averiguar: si habi1amos comido o no la fruta; y nosotros, arrastrados sutilmente por ese acento cuantitativo respondi1amos que {so1lo} habi1amos comido una manzana. Lartigue es vanidoso pero no es zonzo: sospecho1 que habi1a algo misterioso en mi pregunta y creyo1 evadirla contestando: -De eso no se1 nada. Y volvio1 a hablar del libro y del premio. Con verdadero asco, le grite1: -!Que1 gran injusticia han cometido con su libro! Me fui corriendo. Lartigue no era zonzo, pero no advirtio1 que sus palabras eran suficientes. Eran las tres de la tarde. Ya debi1a estar Mari1a en Buenos Aires. Llame1 por tele1fono desde un cafe1: no teni1a paciencia para ir hasta el taller. En cuanto me atendio1, le dije: -Tengo que verte en seguida. Trate1 de disimular mi odio porque temi1a que sospechara algo y no viniese a la cita. Convinimos en vernos a las cinco en la Recoleta, en el lugar de siempre. -Aunque no veo que1 saldremos ganando -agrego1 tristemente. -Muchas cosas -respondi1-, muchas cosas. -?Lo cree1s? -pregunto1 con acento de desesperanza. -Desde luego. -Pues yo creo que so1lo lograremos hacernos un poco ma1s de dan8o, destruir un poco ma1s el de1bil puente que nos comunica, herirnos con mayor crueldad... He venido porque lo has pedido tanto, pero debi1a haberme quedado en la estancia: Hunter esta1 enfermo. <>, pense1. -Gracias -conteste1 secamente-. Quedamos, pues, en que nos vemos a las cinco en punto. Mari1a asintio1 con un suspiro. XXXIV Antes de las cinco estuve en la Recoleta, en el banco donde soli1amos encontrarnos. Mi espi1ritu, ya ensombrecido, cayo1 en un total abatimiento al ver los a1rboles, los senderos y los bancos que habi1an sido testigos de nuestro amor. Pense1, con desesperada melancoli1a, en los instantes que habi1amos pasado en aquellos jardines de la Recoleta y de la Plaza Francia y co1mo, en aquel entonces que pareci1a estar a una distancia innumerable, habi1a crei1do en la eternidad de nuestro amor. Todo era milagroso, alucinante, y ahora todo era sombri1o y helado, en un mundo desprovisto de sentido, indiferente. Por un segundo, el espanto de destruir el resto que quedaba de nuestro amor y de quedarme definitivamente solo, me hizo vacilar. Pense1 que quiza1 era posible echar a un lado todas las dudas que me torturaban. ?Que1 me importaba lo que fuera Mari1a ma1s alla1 de nosotros? Al ver esos bancos, esos a1rboles, pense1 que jama1s podri1a resignarme a perder su apoyo, aunque ma1s no fuera que en esos instantes de comunicacio1n, de misterioso amor que nos uni1a. A medida que avanzaba en estas reflexiones, ma1s iba hacie1ndome a la idea de aceptar su amor asi1, sin condiciones y ma1s me iba aterrorizando la idea de quedarme sin nada, absolutamente nada. Y de ese terror fue naciendo y creciendo una modestia como so1lo pueden tener los seres que no pueden elegir. Finalmente, empezo1 a poseerme una desbordante alegri1a, al darme cuenta de que nada se habi1a perdido y que podi1a empezar, a partir de ese instante de lucidez, una nueva vida. Desgraciadamente, Mari1a me fallo1 una vez ma1s. A las cinco y media, alarmado, enloquecido, volvi1 a llamarla por tele1fono. Me dijeron que se habi1a vuelto repentinamente a la estancia. Sin advertir lo que haci1a, le grite1 a la mucama: -!Pero si habi1amos quedado en vernos a las cinco! -Yo no se1 nada, sen8or -me respondio1 algo asustada-. La sen8ora salio1 en auto hace un rato y dijo que se quedari1a alla1 una semana por lo menos. !Una semana por lo menos! El mundo pareci1a derrumbarse, todo me pareci1a increi1ble e inu1til. Sali1 del cafe1 como un sona1mbulo. Vi cosas absurdas: faroles, gente que andaba de un lado a otro, como si eso sirviera para algo. !Y tanto como le habi1a pedido verla esa tarde, tanto como la necesitaba! !Y tan poco que estaba dispuesto a pedirle, a mendigarle! Pero -pense1 con feroz amargura- entre consolarme a mi1 en un parque y acostarse con Hunter en la estancia no podi1a haber lugar a dudas. Y en cuanto me hice esta reflexio1n se me ocurrio1 una idea. No, mejor dicho, tuve la certeza de algo. Corri1 las pocas cuadras que faltaban para llegar a mi taller y desde alli1 llame1 nuevamente por tele1fono a la casa de Allende. Pregunte1 si la sen8ora no habi1a recibido un llamado telefo1nico de la estancia, antes de ir. -Si1 -respondio1 la mucama, despue1s de una pequen8a vacilacio1n. -?Un llamado del sen8or Hunter, no? La mucama volvio1 a vacilar. Tome1 nota de las dos vacilaciones. -Si1 -contesto1 finalmente. Una amargura triunfante me posei1a ahora como un demonio. !Tal como lo habi1a intuido! Me dominaba a la vez un sentimiento de infinita soledad y un insensato orgullo: el orgullo de no haberme equivocado. Pense1 en Mapelli. Iba a salir, corriendo, cuando tuve una idea. Fui a la cocina, agarre1 un cuchillo grande y volvi1 al taller. !Que1 poco quedaba de la vieja pintura de Juan Pablo Castel! !Ya tendri1an motivos para admirarse esos imbe1ciles que me habi1an comparado a un arquitecto! !Como si un hombre pudiera cambiar de verdad! ?Cua1ntos de esos imbe1ciles habi1an adivinado que debajo de mis arquitecturas y de <> habi1a un volca1n pronto a estallar? Ninguno. !Ya tendri1an tiempo de sobra para ver estas columnas en pedazos, estas estatuas mutiladas, estas ruinas humeantes, estas escaleras infernales! Ahi1 estaban, como un museo de pesadillas petrificadas, como un Museo de la Desesperanza y de la Vergu4enza. Pero habi1a algo que queri1a destruir sin dejar siquiera rastros. Lo mire1 por u1ltima vez, senti1 que la garganta se me contrai1a dolorosamente, pero no vacile1: a trave1s de mis la1grimas vi confusamente co1mo cai1a en pedazos aquella playa, aquella remota mujer ansiosa, aquella espera. Pisotee1 los jirones de tela y los refregue1 hasta convertirlos en guin8apos sucios. !Ya nunca ma1s recibiri1a respuesta aquella espera insensata! Ahora sabi1a ma1s que nunca que esa espera era completamente inu1til! Corri1 a la casa de Mapelli pero no lo encontre1: me dijeron que debi1a de estar en la libreri1a Viau. Fui hasta la libreri1a, lo encontre1, lo lleve1 aparte de un brazo, le dije que necesitaba su auto. Me miro1 con asombro: me pregunto1 si pasaba algo grave. No habi1a pensado nada pero se me ocurrio1 decirle que mi padre estaba muy grave y que no teni1a tren hasta el otro di1a. Se ofrecio1 a llevarme e1l mismo, pero rehuse1: le dije que preferi1a ir solo. Volvio1 a mirarme con asombro, pero termino1 por darme las llaves. XXXV Eran las seis de la tarde. Calcule1 que con el auto de Mapelli podi1a llegar en cuatro horas, de modo que a las diez estari1a alla1. <>, pense1. En cuanto sali1 al camino a Mar del Plata, lance1 el auto a ciento treinta kilo1metros y empece1 a sentir una rara voluptuosidad, que ahora atribuyo a la certeza de que realizari1a por fin algo concreto con ella. Con ella, que habi1a sido como alguien detra1s de un impenetrable muro de vidrio, a quien yo podi1a ver, pero no oi1r ni tocar; y asi1, separados por el muro de vidrio, habi1amos vivido ansiosamente, melanco1licamente. En esa voluptuosidad apareci1an y desapareci1an sentimientos de culpa, de odio y de amor: habi1a simulado una enfermedad y eso me entristeci1a; habi1a acertado al llamar por segunda vez a lo de Allende y eso me amargaba. !Ella, Mari1a, podi1a rei1rse con frivolidad, podi1a entregarse a ese ci1nico, a ese mujeriego, a ese poeta falso y presuntuoso! !Que1 desprecio senti1a entonces por ella! Busque1 el doloroso placer de imaginar esta u1ltima decisio1n suya en la forma ma1s repelente: por un lado estaba yo, estaba el compromiso de verme esa tarde; ?para que1?, para hablar de cosas oscuras y a1speras, para ponernos una vez ma1s frente a frente a trave1s del muro de vidrio, para mirar nuestras miradas ansiosas y desesperanzadas, para tratar de entender nuestros signos, para vanamente querer tocarnos, palparnos, acariciarnos a trave1s del muro de vidrio, para son8ar una vez ma1s ese suen8o imposible. Por el otro lado estaba Hunter y le bastaba tomar el tele1fono y llamarla para que ella corriera a su cama. !Que1 grotesco, que1 triste era todo! Llegue1 a la estancia a las diez y cuarto. Detuve el auto en el camino real, para no llamar la atencio1n con el ruido del motor y camine1. El calor era insoportable, habi1a una agobiadora calma y so1lo se oi1a el murmullo del mar. Por momentos, la luz de la luna atravesaba los nubarrones y pude caminar, sin grandes dificultades, por el callejo1n de entrada, entre los eucaliptos. Cuando llegue1 a la casa grande, vi que estaban encendidas las luces de la planta baja; pense1 que todavi1a estari1an en el comedor. Se senti1a ese calor esta1tico y amenazante que precede a las violentas tempestades de verano. Era natural que salieran despue1s de comer. Me oculte1 en un lugar del parque que me permiti1a vigilar la salida de gente por la escalinata y espere1. XXXVI Fue una espera interminable. No se1 cua1nto tiempo paso1 en los relojes, de ese tiempo ano1nimo y universal de los relojes, que es ajeno a nuestros sentimientos, a nuestros destinos, a la formacio1n o al derrumbe de un amor, a la espera de una muerte. Pero de mi propio tiempo fue una cantidad inmensa y complicada, lleno de cosas y vueltas atra1s, un ri1o oscuro y tumultuoso a veces, y a veces extran8amente calmo y casi mar inmo1vil y perpetuo donde Mari1a y yo esta1bamos frente a frente contempla1ndonos esta1ticamente, y otras veces volvi1a a ser ri1o y nos arrastraba como en un suen8o a tiempos de infancia y yo la vei1a correr desenfrenadamente en su caballo, con los cabellos al viento y los ojos alucinados, y yo me vei1a en mi pueblo del sur, en mi pieza de enfermo, con la cara pegada al vidrio de la ventana, mirando la nieve con ojos tambie1n alucinados. Y era como si los dos hubie1ramos estado viviendo en pasadizos o tu1neles paralelos, sin saber que i1bamos el uno al lado del otro, como almas semejantes en tiempos semejantes, para encontrarnos al fin de esos pasadizos, delante de una escena pintada por mi1, como clave destinada a ella sola, como un secreto anuncio de que ya estaba yo alli1 y que los pasadizos se habi1an por fin unido y que la hora del encuentro habi1a llegado. !La hora del encuentro habi1a llegado! Pero ?realmente los pasadizos se habi1an unido y nuestras almas se habi1an comunicado? !Que1 estu1pida ilusio1n mi1a habi1a sido todo esto! No, los pasadizos segui1an paralelos como antes, aunque ahora el muro que los separaba fuera como un muro de vidrio y yo pudiese verla a Mari1a como una figura silenciosa e intocable... No, ni siquiera ese muro era siempre asi1: a veces volvi1a a ser de piedra negra y entonces yo no sabi1a que1 pasaba del otro lado, que1 era de ella en esos intervalos ano1nimos, que1 extran8os sucesos aconteci1an; y hasta pensaba que en esos momentos su rostro cambiaba y que una mueca de burla lo deformaba y que quiza1 habi1a risas cruzadas con otro y que toda la historia de los pasadizos era una ridi1cula invencio1n o creencia mi1a y que {en todo caso habi1a un solo tu1nel, oscuro y solitario: el mi1o, el tu1nel en que habi1a transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida}. Y en uno de esos trozos transparentes del muro de piedra yo habi1a visto a esta muchacha y habi1a crei1do ingenuamente que veni1a por otro tu1nel paralelo al mi1o, cuando en realidad perteneci1a al ancho mundo, al mundo sin li1mites de los que no viven en tu1neles; y quiza1 se habi1a acercado por curiosidad a una de mis extran8as ventanas y habi1a entrevisto el especta1culo de mi insalvable soledad, o le habi1a intrigado el lenguaje mudo, la clave de mi cuadro. Y entonces, mientras yo avanzaba siempre por mi pasadizo, ella vivi1a afuera su vida normal, la vida agitada que llevan esas gentes que viven afuera, esa vida curiosa y absurda en que hay bailes y fiestas y alegri1a y frivolidad. Y a veces sucedi1a que cuando yo pasaba frente a una de mis ventanas ella estaba espera1ndome muda y ansiosa (?por que1 espera1ndome? ?y por que1 muda y ansiosa?); pero a veces sucedi1a que ella no llegaba a tiempo o se olvidaba de este pobre ser encajonado, y entonces yo, con la cara apretada contra el muro de vidrio, la vei1a a lo lejos sonrei1r o bailar despreocupadamente o, lo que era peor, no la vei1a en absoluto y la imaginaba en lugares inaccesibles o torpes. Y entonces senti1a que mi destino era infinitamente ma1s solitario que lo que habi1a imaginado. XXXVII Despue1s de este inmenso tiempo de mares y tu1neles, bajaron por la escalinata. Cuando los vi del brazo, senti1 que mi corazo1n se haci1a duro y fri1o como un pedazo de hielo. Bajaron lentamente, como quienes no tienen ningu1n apuro. <>, pense1 con amargura. Y, sin embargo, ella sabi1a que yo la necesitaba, que esa tarde la habi1a esperado, que habri1a sufrido horriblemente cada uno de los minutos de inu1til espera. Y, sin embargo, ella {sabi1a} que en ese mismo momento en que gozaba en calma yo estari1a atormentado en un minucioso infierno de razonamientos, de imaginaciones. !Que1 implacable, que1 fri1a, que1 inmunda bestia puede haber agazapada en el corazo1n de la mujer ma1s fra1gil! Ella podi1a mirar el cielo tormentoso como lo haci1a en ese momento y caminar del brazo de e1l (!del brazo de ese grotesco individuo!), caminar lentamente del brazo de e1l por el parque, aspirar sensualmente el olor de las flores, sentarse a su lado sobre la hierba; y no obstante, sabiendo que en ese mismo instante yo, que la habri1a esperado en vano, que ya habri1a hablado a su casa y sabido de su viaje a la estancia, estari1a en un desierto negro, atormentado por infinitos gusanos hambrientos, devorando ano1nimamente cada una de mis vi1sceras. !Y hablaba con ese monstruo ridi1culo! ?De que1 podri1a hablar Mari1a con ese infecto personaje? ?Y en que1 lenguaje? ?O seri1a yo el monstruo ridi1culo? ?Y no se estari1an riendo de mi1 en ese instante? ?Y no seri1a yo el imbe1cil, el ridi1culo hombre del tu1nel y de los mensajes secretos? Caminaron largamente por el parque. La tormenta estaba ya sobre nosotros, negra, desgarrada por los rela1mpagos y truenos. El pampero soplaba con fuerza y comenzaron las primeras gotas. Tuvieron que correr a refugiarse en la casa. Mi corazo1n comenzo1 a latir con dolorosa violencia. Desde mi escondite, entre los a1rboles, senti1 que asisti1a, por fin, a la revelacio1n de un secreto abominable pero muchas veces imaginado. Vigile1 las luces del primer piso, que todavi1a estaba completamente a oscuras. Al poco tiempo vi que se encendi1a la luz del dormitorio central, el de Hunter. Hasta ese instante, todo era normal: el dormitorio de Hunter estaba frente a la escalera y era lo1gico que fuera el primero en ser iluminado. Ahora debi1a encenderse la luz de la otra pieza. Los segundos que podi1a emplear Mari1a en ir desde la escalera hasta la pieza estuvieron tumultuosamente marcados por los salvajes latidos de mi corazo1n. Pero la otra luz no se encendio1. !Dios mi1o, no tengo fuerzas para decir que1 sensacio1n de infinita soledad vacio1 mi alma! Senti1 como si el u1ltimo barco que podi1a rescatarme de mi isla desierta pasara a lo lejos sin advertir mis sen8ales de desamparo. Mi cuerpo se derrumbo1 lentamente, como si le hubiera llegado la hora de la vejez. XXXVIII De pie entre los a1rboles agitados por el vendaval, empapado por la lluvia, senti1 que pasaba un tiempo implacable. Hasta que, a trave1s de mis ojos mojados por el agua y las la1grimas, vi que una luz se encendi1a en otro dormitorio. Lo que sucedio1 luego lo recuerdo como una pesadilla. Luchando con la tormenta, trepe1 hasta la planta alta por la reja de una ventana. Luego, camine1 por la terraza hasta encontrar una puerta. Entre1 a la galeri1a interior y busque1 su dormitorio: la li1nea de luz debajo de su puerta me la sen8alo1 inequi1vocamente. Temblando empun8e1 el cuchillo y abri1 la puerta. Y cuando ella me miro1 con ojos alucinados, yo estaba de pie, en el vano de la puerta. Me acerque1 a su cama y cuando estuve a su lado, me dijo tristemente: -?Que1 vas a hacer, Juan Pablo? Poniendo mi mano izquierda sobre sus cavellos, le respondi1: -Tengo que matarte, Mari1a. Me has dejado solo. Entonces, llorando, le clave1 el cuchillo en el pecho. Ella apreto1 las mandi1bulas y cerro1 los ojos y cuando yo saque1 el cuchillo chorreante de sangre, los abrio1 con esfuerzo y me miro1 con una mirada dolorosa y humilde. Un su1bito furor fortalecio1 mi alma y clave1 muchas veces el cuchillo en su pecho y en su vientre. Despue1s sali1 nuevamente a la terraza y descendi1 con un gran i1mpetu, como si el demonio ya estuviera para siempre en mi espi1ritu. Los rela1mpagos me mostraron, por u1ltima vez, un paisaje que nos habi1a sido comu1n. Corri1 a Buenos Aires. Llegue1 a las cuatro o cinco de la madrugada. Desde un cafe1 telefonee1 a la casa de Allende, lo hice despertar y le dije que debi1a verlo sin pe1rdida de tiempo. Luego corri1 a Posadas. El polaco estaba espera1ndome en la puerta de calle. Al llegar al quinto piso, vi a Allende frente al ascensor, con los ojos inu1tiles muy abiertos. Lo agarre1 de un brazo y lo arrastre1 dentro. El polaco, como un idiota, vino detra1s y me miraba asombrado. Lo hice echar. Apenas salio1, le grite1 al ciego: -!Vengo de la estancia! !Mari1a era la amante de Hunter! La cara de Allende se puso mortalmente ri1gida. -!Imbe1cil! -grito1 entre dientes, con un odio helado. Exasperado por su incredulidad, le grite1: -!Usted es el imbe1cil! !Mari1a era tambie1n mi amante y la amante de muchos otros! Senti1 un horrendo placer, mientras el ciego, de pie, pareci1a de piedra. -!Si1! -grite1-. !Yo lo engan8aba a usted y ella nos engan8aba a todos! !Pero ahora ya no podra1 engan8ar a nadie! ?Comprende? !A nadie! !A nadie! -!Insensato! -aullo1 el ciego con una voz de fiera y corrio1 hacia mi1 con unas manos que pareci1an garras. Me hice a un lado y tropezo1 contra una mesita, caye1ndose. Con increi1ble rapidez, se incorporo1 y me persiguio1 por toda la sala, tropezando con sillas y muebles, mientras lloraba con un llanto seco, sin la1grimas, y gritaba esa sola palabra: {!insensato!} Escape1 a la calle por la escalera, despue1s de derribar al mucamo que quiso interponerse. Me posei1an el odio, el desprecio y la compasio1n. Cuando me entregue1, en la comisari1a, eran casi las seis. A trave1s de la ventanita de mi calabozo vi co1mo naci1a un nuevo di1a, con un cielo ya sin nubes. Pense1 que muchos hombres y mujeres comenzari1an a despertarse y luego tomari1an el desayuno y leeri1an el diario e iri1an a la oficina, o dari1an de comer a los chicos o al gato, o comentari1an el film de la noche anterior. Senti1 que una caverna negra se iba agrandando dentro de mi cuerpo. XXXIX En estos meses de encierro he intentado muchas veces razonar la u1ltima palabra del ciego, la palabra {insensato}. Un cansancio muy grande, o quiza1 oscuro instinto, me lo impide, reiteradamente. Algu1n di1a tal vez logre hacerlo y entonces analizare1 tambie1n los motivos que pudo haber tenido Allende para suicidarse. Al menos puedo pintar, aunque sospecho que los me1dicos se ri1en a mis espaldas, como sospecho que se rieron durante el proceso cuando mencione1 la escena de la ventana. So1lo existio1 un ser que entendi1a mi pintura. Mientras tanto, estos cuadros deben de confirmarlos cada vez ma1s en su estu1pido punto de vista. Y los muros de este infierno sera1n, asi1, cada di1a ma1s herme1ticos.